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lunes, 6 de marzo de 2017

Generación 1957. Vicente Gutierrez Cura.


Apreciado JL. EstalayoLlega  oportuno la presentación y trasplante  del álbum  de los recuerdos al terreno abierto y global de internet.

Justo este año 2017, cumplimos sesenta años. Doce estudiantes seráficos, entre trece y catorce años, embarcamos en el puerto de Barcelona, con el ideal de misionero franciscano, llegando al Callao el 25 de Septiembre a las 4 pm de 1957.

Los recuerdos gráficos del vídeo, tan lejanos y remotos sean de homenaje, agradecimiento, a todos los compañeros  que en esa época formaba una gran hermandad franciscana, con el lema de: “piedad, disciplina, estudio”. A los profesores, que con paciencia, ilusión y dedicación iban moldeando según el espíritu del fundado San Francisco de Asís, en las diferentes etapas, desde niños hasta adultos.

Merece una mención especial en los estudios superiores de filosofía y teología, en la década de los sesenta, la suerte de haber contado con una plantilla  estupenda de profesores especializados en universidades. 

Según el P. Álvaro Díaz en el libro “El Seminario Franciscano de Anguciana  y su Castillo” dice: “Se explica perfectamente que estos chicos, llegados a mayores, premunidos de títulos universitarios romanos y convertidos en profesores de Ocopa – llamado el Escorial del Perú – nos estrujaran científicamente  a nosotros, que ingresamos bastante después que ellos”. A todos los recuerdo con mucha gratitud. No cabe duda el rendir un tributo de agradecimiento  a esos  profesores valientes y generosos. A continuación adjunto los que fueron mis profesores:

P. Antonio Goicoechea, doctor en Teología  (Universidad de O.F.M de Roma) con estudios en Instituto Bíblico de Jerusalén.

P. Odorico Sáiz, doctor en Historia Eclesiástica, y Licenciado en Teología (Universidad O.F.M. de Roma)

P. Buenaventura Martínez, doctor en Filosofía. (Universidad O.F.M. de Roma)
P. Lucas Hernando, doctor en Teología (Universidad franciscana de Roma)

P. Félix Saiz, doctor en Derecho Canónico por la Universidad de Roma y Universidad de Salamanca.

P. Ángel Rojo, Licenciado en Pedagogía (Universidad O.F.M Roma)
P. Ángel Cabezón, Licenciado en Derecho (Universidad O.F.M Roma)

P. Vicente P. de Guereñu, Licenciado en Pedagogía (Universidad O.F. Roma) 
P. Efrén Mansilla, Estudios Superiores de Música por la Universidad de Madrid.         
Con este ramillete tan radiante, perfumado del saber que aún perdura, quedo muy agradecido.Vicente Gutiérrez CuraPamplona 5/03/2017

lunes, 22 de agosto de 2016

José Luis Míruri Buruaga. Agosto de 2016


Así llegó el día en que  me ví atravesando las llanuras riojanas, tachonadas de viñedos y de campos arcillosos, acortando la distancia entre Viana y Anguciana, pueblito este  a orillas del río Tirón, donde  comencé a formar parte de un Seraficado (Seminario Menor Franciscano) de unos frailes de hábito marrón, cordón blanco y tonsura.  Unos eran sacerdotes y otros, legos. A los sacerdotes se les decía “Padres” y a los legos se les decía “Hermanos”. Estos, los Hermanos, se dedicaban al servicio de la Comunidad; los Padres, a la enseñanza y a la predicación - el Padre José María Chinchetru era uno de los reconocidos y más aclamados predicadores de la comarca -. En lo exterior no había diferencias entre Padres y Hermanos; la apariencia era la misma, todos vestían igual, de forma que, en una fotografía, no había distinción posible. Y los chiquillos, unos treintaicinco o cuarenta, todos aspiraban al sacerdocio.

Instalado y  formando parte ya de aquel engranaje, me fui dando cuenta de que aquello había que tomárselo en serio. No era cuestión de dejarse arrastrar por la corriente. Había que competir, principalmente, en los estudios y en el comportamiento; porque aquellos frailes no se andaban con chiquitas: en cuanto veían que uno cojeaba o que, según ellos, no daba o no iba a dar la talla, rápidamente lo fletaban para el pueblo de donde había venido. “Qué vergüenza” - pensaba yo cuando se producían esos casos y me veía de vuelta en mi pueblo ante las miradas y las preguntas imaginarias de mis paisanos .
- No queremos blandengues ni tontos – decía el Padre Chinchetru.
- Los tontos son más peligrosos  que los malos – Y explicaba: - Los malos se  pueden corregir; los tontos, siempre serán tontos.

Había, pues, que hincarle el diente a las Gramáticas latina y española, a la Geografía, a la Historia, a la Aritmética… y demostrar aptitudes y hechuras para lo que se pretendía ser: un buen profesor o un buen predicador o ambas cosas a la vez, porque “el Papa estaba viejo” y “ había que buscarle sustituto” – nos repetían medio en broma, medio en serio.

Aunque todo esto, mirado desde la distancia del tiempo transcurrido, pudiera parecer demasiado constrictivo y estresante, nosotros lo vivíamos con soltura y naturalidad: jugábamos, bromeábamos, disfrutábamos con las ingeniosidades o  las torpezas de unos o de otros, pero siempre sin sobrepasar los límites de la caridad cristiana que siempre procurábamos respetar.


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Tres actividades principales consumían nuestro tiempo: estudiar, jugar y rezar. Misa y rosario diarios (misa por las mañanas y rosario por las tardes), estudio del Latín, Historia de España y del Mundo, Geografía de España y del Mundo, Gramática, Aritmética, Urbanidad y Buenas Maneras… y los rasgos característicos de aquella organización de frailes que empezábamos a conocer.

Los deportes: Pelota Vasca (Frontón), Fútbol, Marro y Dar y Quedar. En ninguno sobresalía. Yo era “del montón”: ni el mejor, ni el peor. En pelota vasca, que me gustaba más, y en fútbol, que le seguía en el orden de mis preferencias,  tenía algo que yo consideraba una virtud:  siendo diestro, manejaba bastante bien la mano izquierda en pelota y bastante bien la pierna izquierda en fútbol.

Comencé haciendo de portero  hasta que, una vez, durante un partido a los pies de las Peñas de Jembres, Benjamín Tapia me pegó tal balonazo en el “bajo vientre” que, en el acto, me transformó en delantero. Le cogí tal tirria (¿temor?) a la portería que decidí  ser delantero izquierdo. Ahí corría por la banda y, cuando sonaba la flauta, sacaba algún centro que Santiago López aprovechaba en beneficio del equipo para regocijo y celebración de los amigos. En ese puesto me sentía más a gusto y más útil que de portero - y menos expuesto - y así continué hasta el final.

Entre las cosas que iba aprendiendo y que se me daba bastante bien a pesar del enredo que entrañaba, era el Latín. Las declinaciones – Rosa,rosae; Dóminus,dómini (que eran cinco modelos para  los sustantivos) y las de los adjetivos de tres terminaciones (masculino,femenino y neutro) y los casos que eran seis en singular y otros seis en plural (nominativo,genitivo,dativo,etc.,) porque en latín todo se declinaba y no era como en espa-ñol, donde se usan preposiciones. ¿Y las desinencias?… Las desinencias eran muy importantes en latín (y esa “m” final en la pronunciación latina…). Ya me veía hablando latín y dando clases en las aulas al estilo de Cicerón…

Aquello me gustaba. Y me  gustaba porque ya  había descubierto que había que competir. Yo me daba cuenta de que, en igualdad de condiciones, no era menos que nadie (puede que algún compañero se supiera mejor las provincias españolas o el nombre de algún río porque era algo mayor - más viejo - y ya lo llevaba aprendido desde el pueblo); pero en latín, donde todos habíamos comenzado desde cero, la cosa era diferente. Llegué a perder el miedo a los verbos Deponentes, conocí el Gerundivo y el Supino y ya me enteré de lo del Hipérbaton. Y disfrutaba aquella gracia de ¿por dónde va talpa, talpae? Y la de la tortilla: Huevorum envoltorum, qué bonorum.

Me di cuenta, también, de que tenía amor propio y eso me hacía sentir bien en términos generales; me insuflaba energía para no desmayar; estaba convencido de que, con dedicación, alcanzaría mis objetivos y me libraría del baldón de ser rechazado por los frailes. Aunque, con el tiempo, aquello comenzó a producirme, también,“escrúpulos de conciencia”. Los frailes nos decían que “cierto grado de amor propio era bueno” pero que había que “combatir el orgullo y la soberbia”. Y yo no sabía distinguir ni calibrar entre una cosa y otra y, por momentos, me sorprendía perplejo: no sabía si aquello era amor propio, si era orgullo o si era soberbia o, tal vez, algo normal.




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De vez en cuándo echaba de menos a mi amigo Félix, que tenía que haber venido conmigo, los dos a la vez, y que me habían dicho que vendría “ más adelante”, pero que no acababa de llegar. Habían pasado ya varios meses y mi amigo no aparecía.
Me habría gustado en aquellos momentos escribirle una carta contándole que allí se estaba bien, que se jugaba mucho y que había muchos chavales de edades similares a las nuestras y de muchos pueblos diferentes : - de Navarra, de Alava, de Burgos, de La Rioja - que se estudiaban cosas interesantes, que se comía todos los días a las mismas horas,que nos sacaban a pasear por la campiña de los alrededores una vez a la semana… pero no sabía cómo hacer porque no tenía su dirección. Y entonces ocurrió algo que me iluminó el momento induciéndome a creer que se resolvería todo: apareció por allí, en uno de los recreos, el Padre que me había reclutado (el Padre Luis Blas María Maestu Ojanguren) – ya había conocido su nombre - y aproveché  para preguntarle por mi amigo Félix:

- Mira, hijo – me sorprendió el tratamiento – Tu amigo no está preparado para venir. Tú estás bien aquí ¿verdad?  Aquí  tienes otros chicos con quienes te vas a llevar bien; nosotros queremos que continúes. Sigue adelante y no te preocupes. – Me regaló una medalla en aluminio de la Virgen de Lourdes y una estampa de San Francisco de Asís “el fundador de los Franciscanos”- me dijo -; me  puso su mano en la cabeza en actitud que yo interpreté como cariñosa y de aliento y me despidió invitándome a que siguiera jugando.

Los ríos y los montes, las provincias españolas y sus capitales en geografía, las partes de la oración en Gramática, los visigodos además de los celtas y de los íberos en historia, - amén de los fenicios, cartagineses y romanos -, las declinaciones y  los verbos en latín, canciones de vez en cuando y anécdotas y experiencias que ya mi memoria se resiste a recordar, continuaron sucediéndose y entreverándose en un desplazamiento constante y disciplinado que constituyeron, a partir de entonces, mi dedicación y mi empeño por ganarme el aprecio de mis maestros y por mantener la armonía con mis coleguitas de proyecto.

Todo transcurría sin sobresaltos, con entera normalidad: unos se iban, otros llegaban nuevos; a algunos, los menos, los devolvían a sus familias sin tener muy en cuenta los deseos personales, pero no creo faltar a la verdad si afirmo que la convivencia transcurría sin tropezones y sin chirridos perturbadores. Yo seguía contento y ya había cumplido los doce años: 1954.


Hno. Felix Elorza


El Hermano Félix Elorza cultivaba la huerta (había una gran huerta atravesada por un arroyo conocido como “el cauce”con el que estaba garantizado el riego durante todo el año); y, aparte de manzanos, perales, ciruelos y melocotoneros, había un árbol de caquis, fruta que yo no había visto en mi vida y que recuerdo que nos la servían por Navidad, que tenía el aspecto de un tomate, que era dulce y que, a mí, me pareció muy agradable aunque un poco resinosa.

  


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La huerta estaba toda vallada con pared de mampostería ordinaria con altura suficiente y era grande y siempre cuidada y llena de hortalizas.


De la movilidad se encargaba el Hermano Venancio, hombre bajito, enjuto y jorobado, que tenía bajo su responsabilidad el mantenimiento y cuidado de un caballito de dimensiones acordes con las del caballero y un carruaje tipo calesa que debía de estar bastante deteriorado porque nosotros nos referíamos a él, despectivamente, como “la tartana”. Era el taxi de la época al servicio de la Comunidad.  Como no había transporte público entre Anguciana y Haro, (Haro era la estación ferroviaria más cercana), ahí  lo tenías al hermano Venancio acudiendo a Haro a recoger a todo nuevo miembro asignado por la obediencia a la Comunidad de Anguciana o a cualquier familiar que viniera a visitar a algún estudiante o llevando de Anguciana a Haro a los miembros de la Comunidad que  tenían que viajar o a los familiares que volvían a sus pueblos después de visitar a sus pequeños.

Encargado de la cocina había un joven de piel muy oscura, natural de Manciles (Burgos) al que le decían Bu y, de vez en cuando, se venía al frontón a jugar con nosotros. Era un personaje curioso porque no era padre ni era hermano; era un donado o sea, un laico al servicio de la comunidad que, por decisión propia y con la aceptación de la superioridad, vivía como religioso sin serlo.

¿Y el Hermano Geminiano? Este era el refitolero, el encargado de mantener surtida la despensa para que la comunidad se pudiera alimentar. Hombre afable y risueño, de entre cincuenta y sesenta años, delgado y de mediana estatura, no se mezclaba para nada con nosotros.

Al cuidado de los estudiantes estaba el Padre José María Chinchetru que, al mismo tiempo que cuidador, formador y protector nuestro, era profesor y director espiritual. Se le daba el nombre de Maestro. El era el encargado de seleccionar a los aspirantes, informar sobre nosotros a los superiores de Perú (país en el que desarrollaban su labor sacerdotal y misionera los sacerdotes de la Provincia a la que pertenecíamos nosotros y aquel Seminario), comenzar a moldear nuestras tiernas personalidades y despertar en nosotros la ilusión y el entusiasmo por formar parte de aquella obra transformadora en favor de aquellas gentes lejanas, primitivas, necesitadas de que se les enseñara a salir del atraso y del subdesarrollo material y espiritual en que vivían.

P. Francisco Urrózola



En esa tarea le ayudaban el Padre Francisco Urrózola, sacerdote vasco, alto, delgado, con gafas, mayor sin llegar a viejo, pelo blanco, que debía de sufrir algún mal porque tenía un aspecto enfermizo con una tez muy pálida como si nunca le hubiera dado el sol. Vivía revestido de cierta aura venerable, infundía confianza y respeto y esto hacía que la mayoría nos confesáramos con él.

  
                                                         
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Había también un sacerdote muy mayor, que no pertenecía a la Comunidad pero que la frecuentaba, de sotana negra (luego aprendería que era un sacerdote secular o diocesano), al que también recurríamos para confesarnos. Era conocido como “El Padre Eterno”, era muy, muy anciano y creo que se llamaba Don Fructuoso.

P. Antonio López
Luego estaba el Padre Antonio López,”el Divino Calvo”, con unos pelos escasos, entrecanos, alborotados y poco cuidados, que sabía cantar mientras tocaba el armonium y que nos enseñó el primer villancico de mi vida: La Gitanilla. El puso en mí el germen de la música y el canto, sin haberse enterado jamás de ello.

También formaba parte de la familia el Padre Francisco Torre, burgalés de un pueblito llamado Carrias, que nos daba clases de Historia de España. Más tarde, reemplazaría al Padre Chinchetru y se haría cargo de los estudiantes.

Y cuando todo transcurría con la plácida quietud de un remanso y ya había  aprendido que el fundador de los Franciscanos era San Francisco de Asís cuya fiesta se celebraba con gran unción y regocijo el cuatro de Octubre en toda la Iglesia Católica y que aquella organización no era una de tantas sino una muy respetable Orden religiosa extendida  por todo el mundo y que San Francisco era uno de los santos más simpáticos y queridos del santoral por su renuncia a las comodidades mundanas que su padre le garantizaba y por su carismática relación con la naturaleza y con los animales, e incluso había descubierto que el Imperio Romano de Occidente había acabado con la victoria que tuvo Odoacro sobre  Rómulo Augústulo, mi madre, venida a  verme por mi cumpleaños, me encuentra “muy flaco” y decide hablar con el Maestro para llevarme a casa porque “sabía” que yo tenía unas “anginas demasiado grandes” que “no me dejaban engordar” y que “había que operarme”. El Padre Chinchetru no encontró argumentos para disuadirla – o no juzgó oportuno gastar energía en ello - y así, de la noche a la mañana, me vi en Viana otra vez.

BUCEO SENTIMENTAL
(CORAZONES LIMPIOS)
14/03/2016
VIANA

-1-
En aquellos días ahora muy lejanos pero que recuerdo con jubilosa claridad, yo vivía en Viana, un pueblo de la ribera navarra, a nueve kilómetros de Logroño, donde había nacido hacía justo once años en un ambiente de estrechez económica y de atraso social.

En mi casa, además de mis padres, mis dos hermanas y yo, vivían también un borriquillo,  un perro y media docena de gallinas.

El año en que comienza esta historia, 1953, pocas familias tenían en Viana agua corriente y luz eléctrica en sus viviendas; y, aunque no podría precisarlo, me atrevería a decir que sólo la Parroquia, el Cuartel de la Guardia Civil y algunos pocos privilegiados, contaban con esas comodidades en sus casas. La cuadra de los animales, la palangana y la jarra de agua, recogida esta de la fuente pública, constituían lo que ahora conocemos como servicios higiénicos; y el alumbrado quedaba librado a uno o dos candiles que eran desplazados por la casa según la necesidad.

Herencia de la guerra civil española finalizada pocos años atrás y afectados,tal vez, por la Segunda Guerra Mundial, habíamos quedado con los calcetines agujereados, las ropas zurcidas y las despensas lánguidas. Pero,claro, entonces, ni comprendía ni cuestionaba estas cosas; las sufría, sin más. Yo creía que aquella era la forma natural que la gente tenía de vivir y que no había otra. Veía que los mayores se dedicaban mayoritariamente al campo y que, en época de cosecha, se vivía mejor que en época de cultivo (un poco mejor, nada más): había que cosechar para poder convertir los productos en dinero con el que comprar aquellas cosas que habían tenido que esperar. Como es natural, no todos nos encontrábamos en el mismo rellano; algunos andaban un poco mejor: el Cura, los Maestros, el Marqués (que tenía un hijo tonto y ¡grande!), el dueño de la Fábrica de harinas (que tenía un hijo de nuestra edad – Patxi - que merendaba entre nosotros en la calle con medias barras de pan untadas de mantequilla y azúcar mientras nosotros paladeábamos lo que él consumía), y algunos pocos más.
No obstante y, a pesar de todo, podría asegurar que yo, como los otros chiquillos de la pandilla, éramos felices. Como a todos nos igualaba la misma necesidad, ninguno sufría por ello. Andábamos remendados y medio descalzos, pero igual jugábamos al fútbol o a las tabas o a lo que hiciera falta, sin complejos.

Por aquellas mismas fechas, me enteré de que no tenía que haberme llamado José Luis sino Mateo. Había nacido el veintiuno de Septiembre, festividad de San Mateo, y, de conformidad con las costumbres de la época, lo propio hubiera sido llamarme como el santo del día; pero a mi madre no le gustaba ese nombre; “era muy feo”- seguía diciendo cuando yo era mayorcito - y me puso José Luis. Para ello, a la hora de inscribirme en el Registro Civil, declararon que el niño había nacido el veintidos de Septiembre.

-2-
(Eso no lo supe con claridad hasta que hubo que hacer un papeleo para poder ingresar a un Colegio de frailes; y desde entonces hasta mucho después, el hecho habría de acarrearme algún pequeño desagrado y no pocas confusiones entre mis conocidos, primero, y entre mis descendientes,después, a la hora de felicitarme por mi cumpleaños).

Según la gente de mi entorno, incluido uno de mis maestros y las monjas Hermanas de la Caridad que regentaban el parvulario del pueblo, yo, desde los tres o cuatro años, era un chiquillo listo al que se le daban bien las cosas del saber. Rápidamente corrieron la voz de que dominaba la suma y la resta y que las tablas de multiplicar las manejaba del derecho y del revés y ya, una de las vecinas, casada con un tal Ciaurri, me pidió que le enseñara esas cosas a su hijo, un año mayor que yo.

Con viento a favor y mi ego a tope, el más respetado y mejor evaluado de mis maestros, Don Pablo, me regaló una Enciclopedia para que siguiera desarrollando lo que él llamaba mis condiciones intelectuales. Pero aún no había tenido tiempo de enterarme de los contenidos de aquel librote cuando mi madre me llamó y me dijo:
- Mira,hijo, ha venido un fraile que quiere llevar chicos de tu edad a un Colegio que dice que tienen en La Rioja y tú podrías ir con Félix. Aquí, ya sabes lo que te espera: ser agricultor como tu padre, sin ningún porvenir; mucho calor en verano, mucho frío en invierno y siempre sin un “duro” en el bolsillo. A ti el campo no te va, eso no es para ti; pero nosotros no te vamos a poder dar estudios. Vete con este fraile y Dios dirá. Si te gusta y quieres seguir,¡adelante!; y si no, pues ya se verá.
Yo le dije a mi madre que muy bien, que estaba de acuerdo, que con mi amigo Félix me sentiría bien en cualquier sitio. (La verdad que se lo dije sin mucha convicción).

Pasaron unos cuantos días, tal vez una semana, y el fraile nos citó para una entrevista en casa de una hermana suya que vivía en Aras, pueblito también navarro, a unos siete kilómetros del nuestro. El padre de Félix se encargó de hacer posible el encuentro y fue él quien nos acercó a lomos de su caballo hasta el pueblo de la hermana del fraile. Llegamos, nos recibió el religioso (a quien veíamos por primera vez), nos presentó a su hermana Faustina, mujer de mediana edad, vestida de negro y un poco sorda, y nos condujeron a una salita donde la mujer nos sirvió caramelos, galletas y una infusión caliente.

El fraile nos hizo preguntas de Catecismo y nos invitó a recitar algunas oraciones. Mientras hacía esto conmigo, mi amigo Félix, con gesto algo compulsivo y sin percatarse de que estábamos siendo observados desde otro cuarto por la hermana del fraile, se fue metiendo al bolsillo todo lo que pudo de lo que nos habían servido; yo, todo modosito, comí algo, me tomé la infusión y, al terminar, agradecí la atención. No recuerdo si respondí bien todas las preguntas o sólo algunas y, donde más flojo estuve, creo, fue en las oraciones. Mi amigo, no sé si contestó bien o mal; es algo que, entre despistes y algunos nervios, no quedó registrado en mi memoria.

-3-
Regresamos a casa y, digo yo, alguien habría hablado con mi madre porque, a los pocos días, me la encontré dirigiéndose a la Calle Mayor y me pidió que la acompañara, “por que iba al Bazar de la Felisa a ver si le podía dar al fiado una maleta, un traje, tres mudas y un par de zapatos para mí, pues ya le habían dicho que podía ir cuando quisiera al Colegio aquel”.

Después de aquello, yo a mi madre, la veía ilusionada, la veía inquieta, hablaba más con las vecinas, alargaba las charlas con la familia, se detenía a hacer comentarios en la calle y se le veía muy motivada. Hasta me atrevería a decir que había crecido en autoestima: ¡el mayor de sus tres hijos había sido “elegido”!; le habían dicho que,  a partir de la fecha, podría presentarse “cuando estimara conveniente” y que a Félix Silanes, el hijo del Caminero, le habían dicho que,”de momento, no”, que “ya le avisarían” (y esto, mi madre lo decía con cierto brillo en los ojos, con tonillo y con retintín y algo de orgullo).

La Felisa,la dueña del único Bazar del pueblo, al verla a mi madre así de eufórica, no se atrevió a negarle el crédito. Me tomó medidas para el traje y le señaló una fecha para que se acercara a recogerlo todo junto.

Así las cosas, todo parecía rodar bien hasta que supimos que los frailes exigían, además, un Certificado de Buena Conducta emitido por el Párroco. Ahí empezaron mis angustias y mis temblores : todo se ennegreció, mi cielo mental se puso hosco y vi rasgarse los espacios siderales hasta verme engullido por la tierra… ¡Un cataclismo total! No hacía mucho tiempo había ocurrido un incidente vergonzoso que nos tenía al Cura y a mí de protagonistas: La Parroquia tenía una hermosa huerta y en la huerta había unos manzanos con unas manzanas que superaban, de largo, a las del Paraíso Terrenal. Ya mi amigo Félix las había visto, me había propuesto ser socios en un asalto conjunto y yo había caído en la tentación, con tan mala suerte, que el Cura, que ya se había percatado de que sus manzanas habían comenzado a ser cosechadas por alguien que no era él, había decidido quedarse escondido con la idea de atrapar al amigo de lo ajeno y darle merecido escarmiento. ¡Y me pilló! Mi intención había sido tan sólo saborear aquellas manzanas tan irresistibles pero ¿quién le hacía entender al Cura? Era mi única vez pero ¿quién se lo iba a hacer creer?.  Me había pillado y me había convertido en la diana de sus iras y en el pagano de todos los saqueos previos con los que yo nada tenía que ver. ¿”Con qué cara me iba yo a presentar a pedirle un Certificado de Buena Conducta”? “Hasta ahí había llegado mi buena suerte” – me decía yo - ¿”Qué Certificado de Buena Conducta me va a dar ahora este señor si me ha cogido robándole sus manzanas”? ¿”qué va a poner en ese papel”? ¿”qué van a decir los frailes cuando lo lean”? Y “si no me da el Certificado ¿cómo va a arreglar mi madre con la Felisa lo del crédito”? ¡Menudo follón! Pero,¡oh sorpresa!, el Cura no sólo me dio el certificado favorable sino que, además, acompañó la entrega con expresiones de buena suerte y con unas palabras de aliento que yo y mi madre agradecimos recuperando el aliento.

A partir de aquello, el tiempo, dependiendo de mi estado emocional, corría más rápido o iba más lento. Comencé a moverme entre la expectación de un encuentro con gentes desconocidas y la infrecuente (¿rara?) sensación de verme vestido con traje y corbata - algo que no había hecho desde mi primera comunión - esto último, me gustaba; lo primero, me producía cierto desasosiego.

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