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sábado, 1 de noviembre de 2008

El juego de frontón


El frontón apareció ante mis ojos como un juego novedoso. No tenía ni la más mínima idea de cómo se jugaba. Pero la práctica hace al maestro. Una de las formas de jugar era meternos todos juntos al frontón y pegarle a la pelota con la mano. El que fallaba se salía. Al final siempre quedaban los mejores quienes, a su vez, al permanecer más tiempo jugando, se iban perfeccionando más. Siendo como soy, diestro, con los años aprendí a darle fuerte y bien con la izquierda y convertirme así en uno de los buenos.

También aprendí en Anguciana a hacer las pelotas con las que jugábamos. Se comenzaba con el potro, la bolita pequeña y de fuerte bote que quedaba en el interior, potro que hacíamos con tiras de goma (decían que los buenos llevaban tripas de gato). Luego venía el rebobinado con lana. Tenía su gracia, arte y pericia, pues se trataba de que la pelota no tuviera botes falsos o rebotes engañosos no buscados. Al final se le cosía una protección de cuero.

Recuerdo muy bien como, en el invierno, al ser la pelota dura y a causa del frío, se rajaban las manos por la parte de arriba antes de que entraran en calor. Ni eso nos cohibía para que dejáramos de jugar. Había mucha afición.

También existía el juego de frontón con la pala, aunque en mi caso su práctica fue menor al principio, quizás por la dificultad para conseguir las palas, o para hacerlas.

El P. Ayerza es alguién que nos visitó una sola vez en la vida de Anguciana, pero que tenía fama de haber sido un muy buen pelotari con pala de jóven. Ya tenía una edad avanzada y se ponía a jugar con nosotros. Nos habían aconsejado que le tuviéramos respeto y admirábamos su habilidad a pesar de sus años, pues aunque todavía le pegaba con fuerza no podía desplazarse muy bien  de un sitio a otro. Se remangaba el hábito, cogía la pala, se colocaba en un lugar bastante atrás, y a esperar el rebote para rematarla. Disfrutaba mucho y se sentía rejuvenecido practicando el deporte de toda su vida.

lunes, 20 de octubre de 2008

Dormitorio grande



En Anguciana teníamos dos dormitorios que los denominábamos: “dormitorio grande” y “dormitorio chico”. Esta foto está tomada en el grande, dormitorio que si hablara, tendría muchas cosas que contarnos y entre todos podemos recordar algunas.


jueves, 27 de marzo de 2008

Primer año de secundaria, 1963


La letra con sangre entra.



Llegué a Anguciana en 1963 y aunque durante este año sucedieron muchas cosas, la que más me impactó fue, sin duda, la forma de educar que se regía en ese momento por el castigo físico y puede resumirse con esta frase: “la letra con sangre entra”, máxima que escuchábamos cada vez que recibíamos un castigo físico, es decir, todos los días ya que todos los días la armaba alguno.

Debo confesar que cada profesor utilizaba su propia forma de castigar, pero había un personaje a quien conocíamos con el nombre de “el corista” quien utilizaba la más sofisticada variedad de correctivos físicos. Desde apretar la piel con dos llaves a la altura de donde nos ponían las vacunas y retorcerlas, hasta golpearnos con una mimbre en las piernas desnudas, ya que usábamos pantalones cortos, por cada pregunta que no contestábamos bien. De manera que no era raro ver moretones por todas partes.

Otro de los castigos dolorosos y que no dejaban huella física consistía en poner el codo y esperar a que llegara el golpe con un palo de villar o parecido. No era fácil, pues cuando sospechábamos que se acercaba el estacazo, quitábamos el codo. Sin embargo, no teníamos escapatoria, ya que hasta que no recibíamos el golope no continuaba la clase. Cuando se asestaba el leñazo en el lugar preciso, una corriente eléctrica te recorría todo el cuerpo.

Recuerdo que un día nos reunieron para clasificar nuestras voces. Nos pedían que entonáramos alguna canción que supiéramos, y como no sabíamos otras que las profanas que cantábamos en los pueblos, teníamos cierto reparo en cantarlas delante de un padre con hábito a quien asociábamos con el párroco de nuestro lugar de origen, dedicado a las cosas de la iglesia. Pero teníamos que hacerlo. Uno de mis compañeros cantó y se le dijo que se juntara al grupo de los bajos. El lo tomó al pié de la letra, vio los grupos y se unió con los más bajos, pero de estatura. Bastó un soplamocos bien aplicado para que terminara justo en medio del grupo que le tocaba.

De vez en cuando escribíamos una carta a nuestra familia. Ninguna carta salía de Anguciana sin que antes fuera revisada. Nos ponían en fila para hacerlo. Qué paciencia!. A pesar de que el tema más recurrente era hablar del tiempo para no meterse en problemas, no faltaban quienes metían la pata al comentar algo que, además, era verdad: la escasez de comida y el sabor de la misma o... Pues bien, de pronto el revisor se levantó de su silla al leer una de las misivas, agarró al escritor y lo zarandeó de un lado para otro, dejándonos a todos con el temor de haber metido la pata también y ser acreedores a una reprimenda similar y ejemplarizante. Más tarde le preguntamos al literato cuál había sido el tenor de su carta y nos dijo que había escrito : “no me gusta la comida”.

Eran tiempos difíciles, lo sé. Yo me esmeré desde el principio en descollar en algunas actividades entre ellas en el juego de futbolín. Llegué a convertirme en todo un campeón, hasta tal grado, que los mayores se apostaban la comida a mi favor y se la cobraban cuando yo ganaba. Se apostaban la sopa, la merienda, etc., y el que perdía tenía que cumplir su condena, pues quién se metía con gente más grande y con hambre... ¡. Irónicamente decíamos que a través del cacho de pan que nos daban se veía Valladolid.

No quiero terminar sin mencionar dos cosas. La primera es que había algunos padres que eran un alma de Dios, se desvelaban y desvivían por nosotros. Nos amaban como un verdadero padre y hasta nos consentían y quizás por eso, como hacen los niños con los perritos cuando son muy mansos, abusábamos de ellos. Y segundo que no éramos “peritas en almíbar”, por eso hacíamos travesuras a veces un poco pesadas y como llegábamos del pueblo, no faltaban quienes llegaban en estado semisalvaje.

martes, 25 de marzo de 2008

Anguciana 1963. La letra con sangre entra.

La letra con sangre entra.

Llegué a Anguciana en 1963 y aunque durante este año sucedieron muchas cosas, la que más me impactó fue, sin duda, la educación que se regía en ese momento y que puede resumirse con esta frase: “la letra con sangre entra”, máxima que escuchábamos con frecuencia cada vez que recibíamos un castigo físico, es decir, todos los días.

Debo confesar que cada profesor utilizaba su propia forma de castigar, pero había un personaje siniestro a quien conocíamos con el nombre de “el corista” quien manejaba la más sofisticada variedad de correctivos físicos. Desde apretar la piel con dos llaves a la altura de donde nos ponían las vacunas y retorcerlas, hasta golpearnos con una mimbre en las piernas desnudas, ya que usábamos pantalones cortos, por cada pregunta que no contestábamos bien. De manera que no era raro ver moretones por todas partes.

Otro de los castigos dolorosos y que no dejaban huella física consistía en poner el codo y esperar a que llegara el golpe con un palo de villar o parecido. No era fácil, pues cuando sospechábamos que se acercaba el estacazo, quitábamos el codo. Sin embargo, no teníamos escapatoria, ya que hasta que no recibíamos el golpe no seguía la clase. Cuando se asestaba el leñazo en el lugar preciso, una corriente eléctrica te recorría todo el cuerpo. Ese castigo era de los más temidos.

Recuerdo que un día nos reunieron para clasificar nuestras voces. Nos pedían que entonáramos alguna canción que supiéramos, y como no sabíamos otras que las profanas que cantábamos en los pueblos, teníamos cierto reparo en cantarlas delante de un padre con hábito a quien asociábamos con el párroco de nuestro lugar de origen, dedicado a las cosas de la iglesia. Pero teníamos que hacerlo. Uno de mis compañeros cantó y se le dijo que se juntara al grupo de los bajos. El lo tomó al pié de la letra, vio los grupos y se unió con los más bajos, pero de estatura. Bastó un soplamocos bien aplicado para que terminara justo en medio del grupo que le tocaba.

De vez en cuando escribíamos una carta a nuestra familia. Ninguna carta salía de Anguciana sin que antes fuera revisada. Nos ponían en fila para hacerlo. Qué paciencia!. A pesar de que el tema más recurrente era hablar del tiempo para no meterse en problemas, no faltaban quienes metían la pata al comentar algo que, además, era verdad: la escasez de comida y el sabor de la misma. Pues bien, de pronto el revisor se levantó de su silla al leer una de las misivas, agarró al escritor y lo zarandeó de un lado para otro, dejándonos a todos con el temor de haber metido la pata también y se acreedores a una reprimenda ejemplarizante. Más tarde le preguntamos al literato cuál había sido el tenor de su carta y nos dijo que había escrito : “no me gusta la comida”.

Eran tiempos difíciles, lo sé. Yo me esmeré desde el principio en descollar en algunas actividades entre ellas en el juego de futbolín. Llegué a convertirme en todo un campeón, hasta tal grado, que los mayores se apostaban la comida a mi favor y se la cobraban cuando yo ganaba. Se apostaban la sopa, la merienda, etc., y el que perdía tenía que cumplir su condena, pues quién se metía con gente más grande y con hambre... ¡.
No quiero terminar sin mencionar dos cosas. La primera es que había algunos padres que eran un alma de Dios, se desvelaban y desvivían por nosotros. Nos amaban como un verdadero padre y hasta nos consentían y quizás por eso, como hacen los niños con los perritos cuando son muy mansos, abusábamos de ellos. Recuerdo a uno en especial que sacaba caramelos de todas partes, ya que el hábito estaba lleno de bolsos y nos encantaba acercarnos a él. Y segundo que no éramos “peritas en almíbar”, y hacíamos travesuras a veces un poco pesadas.