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viernes, 24 de julio de 2009

La vida en Anguciana


Con la llegada de los padres Ojeda, Guereñu y Marina a Anguciana se obró el milagro, un cambio tan radical que al menos a mi me costó un buen tiempo asimilarlo. Se mejoró notablemente la comida, pero sobre todo, la actitud de los padres hacia los niños cambió substancialmente. Se erradicó el castigo físico y en su lugar se implantó como sanción la bajada de la nota de conducta. Al principio no lo entendíamos. Si no había castigo físico, viva la pepa, la conducta no nos dolía ni en el cuerpo ni en el alma. Cómo le hicieron para que entendiéramos la importancia de la nota de conducta?. No lo sé, pero lo lograron. Llegó el momento en que nos afectaba tanto una bajada en conducta como un castigo físico y al leer las notas al finalizar cada año escolar, le prestábamos mucha atención a la misma.

También mejoró el nivel de educación. Hubo muy buenos educadores. Recuerdo particularmente al P. Marina. Un profesor de español fuera de serie. Un día nos dijo que hiciéramos una descripción de la primavera. A pesar de ser tan hermosa y contrastada en la montaña palentina, donde yo nací, no tenía ni idea qué escribir. Me parecía que no había forma de poner por escrito algo que se le pareciera ni siquiera un “tantito” a la realidad. Nos fue ayudando, y cuando ya nos fluían las expresiones escritas, nos salió con la novedad de que también se podían describir las estaciones del año con música y nos puso a escuchar las 4 estaciones de Vivaldi. No había forma de relacionar aquellas melodías con la explosión de la primavera vivida en el campo. Hay quienes defienden que la música, sin necesidad de estar entrenado, infunde en el alma diversos sentimientos de acuerdo a la tonalidad. A mi me daba igual que fuera tono mayor, menor, ritmo binario, terciario, etc. Ahora es diferente, pero ha sido luego de recibir una educación musical. Quién iba a decir que casi 50 años después, añadiría un acápite más, haciendo videos de las estaciones de año tal como se muestran en mi pueblo, con la música de Vivaldi.
Yo, al menos, todo aquello que se relacionaba con la vida en el pueblo lo aprendía más rápido y mejor. Me interesaba y me llegaba. Un día, en la materia de física, estudiamos que existían dos clases de agua: dura y blanda. Cada una tenía sus características propias pero a mí en ese momento me llamó la atención que con la dura los alimentos tardan más en cocinarse y comencé a entender por qué en mi casa tardaban tanto en cocinarse los garbanzos y a veces quedaban duros. Fue lo primero que dije a mis padres cuando llegué en las vacaciones.

En el comedor cuando llegaba mi turno, me tocaba servir los platos de comida que salían de la cocina. Agarré la habilidad de un mesero profesional. Eran muchos niños y había que servir rápido. Llevaba 10 platos de sopa en la mano izquierda, sin que un plato tocara la sopa de otro. El P. Guereñu, serio en otros momentos del año, nos gastaba alguna broma el día de los santos inocentes mientras comíamos. Siempre salía alguien a leer. Ese día al que le tocó, abrió el libro y al hacerlo un muñeco salió disparado y le metió el susto de su vida ante las carcajadas de todos nosotros. También en el comedor nos describía el padre algún que otro partido interesante y que no habíamos podido ver. O alguna noticia relevante como el asesinato de Kennedy en 1963.

Fue en Anguciana donde vi la TV por primera vez en mi vida. Respecto a esto tengo que contar una anécdota difícil de creer en estos tiempos. Cuando llegó la radio a mi pueblo, hablaban de peleas de toros en las que siempre ganaban los toreros. Yo me imaginé que como los toros pelean cabeza contra cabeza, las peleas de toros serían eso: pelear los toreros contra los toros cabeza contra cabeza. No entendía bien cómo podían tener los toreros la cabeza tan dura. Pues, tuve que verlo por televisión para salir de dudas.

La huerta del colegio estaba separada del patio por una tapia bajo la cual pasaba un pequeño cauce por donde corría el agua en dirección al patio. Justo encima de dicho cauce había un manzano. Como no podíamos saltar la tapia, bien porque éramos pequeños o porque teníamos prohibido, se nos ocurrió tirarle piedras al manzano por ver si teníamos suerte y algunas manzanas caían al cauce y llegaban a nosotros por debajo de la tapia arrastradas por el agua. Algunas veces teníamos éxito y esas manzanas sabían a gloria.

El P. Ayerza tenía pavor a los animales y alguien se enteró. Un día le pusieron una lagartija en la mesa para que desistiera de dar la clase y nos concediera un descanso durante ese tiempo. Pero peor fue en otra ocasión en que varios se metieron en un armario que ocupaba toda la parte frontal de la clase. Tenía las puertas de madera grandes y dentro cabían varias personas. Algunos de los más intrépidos se metieron cuando sentimos las pisadas de la llegada del padre. En el nerviosismo de que ya estaba abriendo la puerta del salón, unos salieron, otros entraron, total que se cayó todo el armario encima de la mesa que iba a ocupar el P. Ayerza. Menos mal que no estaba él allí sentado. Ahora sí podemos decir que le salvó la campana.

En una esquina del patio había unos juegos para hacer ejercicio. Barras paralelas, aros y algunos otros. Yo las utilizaba mucho. Un día quise caminar sobre las barras paralelas y me caí en medio de una de ellas dándome un golpe donde más le duele a los hombres que me hizo ver las estrellas en pleno día. Me admiraba ver cómo algunos lograban levantar su cuerpo con una sola mano. Y hablando de ejercicios tengo que decir que el año en que llegué a Anguciana estaba de moda ponerse de cabeza apoyándose en las manos. Primero nos ayudábamos de la pared e íbamos aprendiendo de los que ya sabían y tenían fuerza y habilidad. Luego soltábamos una mano. Algunos caminaban con las manos y tratábamos de imitarlos. Luego se apoyaban en una silla y se daban la voltereta. A veces lo hacían desde una mesa. Nunca llegué muy lejos. Es más, un día caí de espaldas y me dí tal porrazo en la columna vertebral, que no volvía ni a intentar dichos ejercicios.

En la esquina que daba a la entrada de la piscina había un saco tosco, tejido bastamente con cuerdas un poco gruesas. Aquí viene lo increíble. Todas las noches, cuando salíamos al patio antes de ir a dormir, Gaspar y Tomás, mis compañeros, cortaban un trozo de cuerda, liaban unos cigarros con papel de cuaderno, y pa dentro. Al cabo de año casi se habían terminado el saco. Gapar dejó este vicio apenas hace dos años, y Tomás uno. 40 años consumiendo una?, dos? cajetillas de tabaco diarias. Ahora están ambos como dos mancebos.

Los frontones tenían una sección donde se veían los agujeros del ladrillo rojo con que habían sido construidos. Un día se metió una avispa en uno de ellos y no faltó el ingenioso que le dijo al inocentón: “a que no soplas con todas tus fuerzas en este agujero”?. “A que sí”. “A que no”. Sopló, le picó la avispa en el labio y se le puso el morro como una vaca. Aquí es donde todos tienen que reírse.

El frontón apareció ante mis ojos como un juego novedoso. No tenía ni la más mínima idea de cómo se jugaba. Pero la práctica hace al maestro. Al principio nos metían a todos juntos en montón a pegarle a la pelota con la mano. El que fallaba se salía. Al final siempre quedaban los mejores quienes, a su vez, al permanecer más tiempo jugando, se iban perfeccionando más. Siendo como soy, diestro, con los años aprendí a darle fuerte y bien también con la izquierda. En invierno, al aparecer el frio y la nieve, conocí el fenómeno de los sabañones en las manos. Se rajaban estas, pero eso no nos impedía seguir jugando con unos esparadrapos. También existía el juego de frontón con la pala, aunque en mi caso su práctica fue menor al principio, quizás por la dificultad para conseguir las palas, o para hacerlas.

Nos gustaba mucho jugar fútbol. De vez en cuando nos llevaban a la “laguna”, un lugar aledaño a Anguaciana. Para llegar ahí teníamos que pasar entre los viñedos. Nos habían advertido muy bien lo que podíamos hacer y no. Entre las cosas que podíamos hacer, en la época en que ya habían cosechados las uvas, era comer de las que quedaban. Mientras algunos jugaban fútbol otros aprovechábamos para ir corriendo a un bosque lejano de piñas y saciarnos de piñones. Íbamos y regresábamos corriendo para estar a tiempo cuando se terminara el partido. Jamás he corrido tanto en mi vida. A veces me preguntaba si los otros niños no se cansaban al correr. Yo tenía que hacer grandes esfuerzos.

El P. Cubillo siempre tuvo problemas de audición. No oía bien. Un día estábamos poniéndonos en fila en el patio para salir hacia la laguna. Entre tantos no era una tarea fácil poner orden. Ante tanta algarabía levanta la voz el padre y nos dice: “silencio, que no estamos en el patio”, con las consiguiente irrisión de los que entendimos la expresión.

El juego del frontón y del fútbol me impulsaron a aprender a coser los balones y a fabricar pelotas. Además era algo que me gustaba. El secreto de un buen bote de la pelota de frontón estaba en el “potro”. Los buenos, se decía, eran de tripas de gato. Una vez hecho el potro, venía el rebobinado con lana. Al final se le cosía una protección de cuero.

En esta me vi involucrado yo. Se le ocurrió a un compañero que nos saliéramos después de comer, calculando el tiempo que mediaba entre la comida y la hora de reunirnos en el salón, y nos fuéramos a Cihuri a comprar. Fue todo un tonto maratón. Corrimos y corrimos aquel día para ir a comprar chicles y regresar a tiempo. Nos acusaron y encontraron las pruebas. Nos llamó el P. Ojeda a solas. A mi me dijo que sabía donde habíamos ido, lo que habíamos comprado y donde lo habíamos comido, pues en la piscina del colegio habíamos dejado papeles de chicle tirados, (y me enseñó uno). El caso es que debíamos arrepentirnos y pedir perdón. Me costó mucho pero lo hice. El otro no, y le echaron del colegio.

En el dormitorio de arriba, “el dormitorio grande”, el P. Palacios se aseguraba de no ir a su cuarto, aledaño al dormitorio y con una pequeña ventana a través de la cual nos veía a todos, antes de que estuviéramos dormidos. A mi lado dormía alguno de esos chistosos y faltos de viveza. El caso es que, se tapó con la sábana y las mantas, se hizo el sonámbulo y rompió el silencio del la noche convirtiéndose en un comentarista de radio: “señoras y señores comienza el partido, la toma Gento, se la pasa a Puskas, este se la devuelve, remata Gento y gooooooooooooool”. En ese momento se escuchó un chasquido, era el ruido producido por el soplamocos que le propinó el padre que estaba justo al pie de la cama detrás de él. Los casos de sonambulismo eran muy sonados. Desde aquel que se subía a caballo donde estaban los lavados hasta el estudioso que bajaba al salón y se preparaba para el examen del siguiente día. Yo debo confesar que algunas veces me metía bajo las mantas, y antes de dormirme, con un pequeño foco de linterna y una pila, iluminaba algún papel donde tenía resúmenes de lo que barruntábamos nos podían preguntar en el examen. Había dos clases de exámenes, uno oral y otro escrito. Cómo me acuerdo de un compañero que era un cero a la izquierda en música. Le llamaron al examen oral ante un tribunal de tres profesores. Se cerró la puerta y cuando salió estaba feliz, frotándose las manos nos dijo: “me mandaron cantar la escala y ya llevaba tres cuando me dijeron que parara…si no le sigo adelante”. Calificación: “0”.

En Anguciana conocí muchas cosas por primera vez como las viñas, higueras, almendrucos, piñones, nogales, etc. También me ocurrió lo mismo con la televisión. Al principio no me gustó mucho, entre otras cosas porque el sonido estaba fatal, y no lograba uno concentrarse en lo que veía. Con el tiempo pasaron una película donde le clavaron unas tijeras a una persona en el pecho con el consiguiente borbotón de sangre. No tenía ni idea de que esas cosas pudieran suceder. Me afectó mucho y estuve un tiempo seguramente con esa imagen metida en mi mente. Veíamos con frecuencia la serie de “El llanero solitario” pero el sonido retumbaba tanto en el salón que en lugar de disfrutar resultaba una molestia. Con el tiempo, cuando se solucionó el problema, era una de las cosas que deseábamos, ver la televisión.
Es usted de los que creen que no hay forma de eliminar los malos hábitos?. Que aquello de “genio y figura hasta la sepultura” es una ley de vida incambiable?. Craso error. Los padres de Anguciana tenían el método perfecto para erradicar un mal hábito en menos de 24 horas. Ejemplo: para subir al primer o al segundo piso por las escaleras había una comodísima baranda a la que nos podíamos agarrar. Pero para bajar la convertíamos en tobogán. Ya era un acto inconsciente de todos los días y varias veces al día. Terminaban las clases y bajábamos al patio en un santiamén. Salíamos del dormitorio y nos evitábamos las molestas escaleras deslizándonos por la barandilla. Era un hábito que habíamos contraído. Cómo acabar con él?. Muy fácil. Clavando unas puntas en la misma, ya que era de madera. Pero para que surtiera más efecto, la cabeza de las puntas debía estar inclinada hacia arriba. El mismo día en que las colocaron corría la sangre, los trozos de piel y las lágrimas por todas las escaleras. Yo también caí en la trampa. Me desgarré toda la piel de la mano que echaba adelante y mientras me duró la herida tuve tiempo para memorizar bien que no volvería a hacerlo. El mal hábito se esfumó como la espuma.

Puede haber algo más doloroso para un niño que ver, como la ropa que con tantos sacrificio te habían comprado tus padres trabajando día tras día y de sol a sol para poder entrar en el colegio de Anguciana, iba desapareciendo porque la echabas a lavar y los mayores se encargaban de que no regresara?. Qué inmensa alegría me dio cuando se lo dije al padre y no paró hasta que la encontró y me la regresó tanto a mi como a los otros niños recién ingresados.

El día que Massiel ganó el festival de eurovisión, año de nuestro viaje a Perú 1968, pudo haber ocurrido una tragedia. Mas de 100 niños saltábamos al unísono, emocionados hasta el extremo, sobre un piso de madera que pudo haberse colapsado y todos nosotros con él.

Los PP. Franciscanos se iban modernizando con las nuevas tecnologías. Como salidos de la nada, aparecieron cierto día en los salones de clase unos altavoces no muy grandes colgados en la pared. Pronto nos dimos cuenta de su utilidad. Eran altavoces y micrófonos, tan cómodos para el maestro que, sin tener que desplazarse, desde su oficina nos oía hablar y nos mandaba callar. Finalmente terminamos riéndonos de ellos, pues los errores eran evidentes. “Estalayo, cállese”, y era Nicasio el que estaba hablando. “Lombraña, deje de estar cantando” y era Bustamante. “Gaspar, Bárcena y Tomás hagan el favor de sentarse” y no había nadie de pie.

Aunque habíamos nacido para aguantarlo todo, creo que si agradecimos el día en que instalaron la calefacción. Un verdadero esfuerzo para aquellos tiempos en que pocos podían contar con ella.

Y así fueron transcurriendo los 5 años hasta que estuvimos preparados para ir a Perú. El P. Marina fue el encargado de asesorarnos y hacernos ver que en este mundo todos somos iguales, que los españoles no somos una raza superior, que debíamos respetar los símbolos y la cultura del lugar donde fuéramos. Nos permitieron ir a nuestras casas a despedirnos de nuestra familia y en algunos casos de la novia o la amiga. Hay una canción que describe este triste y duro momento: “…cuando me marché de España, me dejé con mucha pena, a mi madre y mis hermanos y a mi novia que es tan buena, hoy recuerdo a mi familia y canto por no llorar…..”. El P. Remigio fue el encargado de llevarnos a Barcelona donde comenzó la travesía de 20 días, pero este será tema de otro relato.

Si te fijas, amigo lector, en la parte de abajo dice “comentarios” con letras azules. Los que pongas serán bienvenidos. Cuantas anécdotas, experiencias, recuerdos habrá de esos inolvidables días de Anguciana. Anímate. Ayúdanos a recordar contigo.

jueves, 4 de junio de 2009

Colegio misionero franciscano de Anguciana.

Anguciana es un pueblo que queda en La Rioja, muy cerca de Haro, zona vitivinícola donde yo conocí por primera vez el nogal, la higuera, los nabos, almendrucos, piñones, las viñas y otros más.

Aquí la provincia franciscana de San Francisco Solano del Perú, compró el único castillo que había con las construcciones aledañas a fin de educar a niños, recogidos en las provincias cercanas que serían enviados luego a Perú para terminar su carrera de franciscanos misioneros.

En el año 1962 ingresé y comencé a estudiar primer año de secundaria en este colegio, donde las penurias fueron grandes en un principio pero que se fueron allando según iba pasando el tiempo. Los padres franciscanos se esmeraban, en la medida de sus posibilidades, en darnos una mejor educación de la que hubiéramos recibido en nuestros pueblos de origen, y preparándonos para el trabajo futuro.

En 1968 integré el último grupo de 7 jóvenes que salieron de este colegio de Anguciana rumbo al Perú, donde llegamos en barco después de una travesía de 20 días.

La razón de este blog es conseguir ubicar a todos los alumnos de dicho colegio para que podamos reanudar ese contacto que perdimos, recordar tiempos, anécdotas y situaciones, intercambiar fotos de aquellos días inolvidables en aquel ambiente especial. Pero también conocer las impresiones de todos los que pasaron por allí desde que se fundó.