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jueves, 2 de febrero de 2012

Generación 1963. Rafael Ibeas.

“JOVENES PROMESAS” – REFLEXIONES DESDE LA MADURED.

Rafael Ibeas Colina
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Encuentro entre mis papeles y notas un breve párrafo que bajo el título de “jóvenes promesas”_Homenaje a Bienvenido Uzquiza Fernández, dice así: Érase una vez un grupito de 7 humildes chavalines, que un 6 de Enero del año 1963, embarcaba rumbo a Perú en el Reina del Mar.

Si hablara en primera persona, iniciaría la crónica de este largo viaje, en mi pueblo, Ibeas de Juarros (Burgos). Recuerdo mi ultima Navidad, en la casa “nueva” de mis padres (lo de nueva se refiere a que ésta ultima que habitaban era mucho mas grande y acomodada que la anterior, pequeña y algo desvencijada). Fueron solo unos pocos días, entre siete y diez, los que precedieron a un largo distanciamiento en el tiempo y en el espacio: la “aventura” duró ocho años y medio. Pero en aquel momento yo no era consciente, con solo l4 años, ni de la distancia que me iba a separar de “los míos”, ni del tiempo que podía pasar hasta mi vuelta (entre el 6 de Enero de 1.963 y el 29 de Junio de 1.971).

Nuestras madres sentían y se afligían por nuestra marcha, pero no podían comprender la trascendencia de tan largo viaje…Era un asunto, cuya responsabilidad consideraban nuestros padres, que solo era competencia de los frailes, que por su condición y sabiduría les hacía capaces de asumir y a ellos, nuestros padres, de aceptar. Nuestros padres, la mayoría humildes y sencillos labradores, habían confiado a los Padres, no solo la educación, sino también la vida y el porvenir de sus hijos, de nosotros.

Mientras intento reanudar la crónica de mi viaje a Perú, ha llegado a mis manos, gracias a la diligencia de Antonio Urrutia, el librito “Imágenes y Recuerdos” que Santiago López y compañía acaban de editar en Madrid. Hojeo con ansiedad algunas páginas, leo algunos párrafos escogidos al azar y me fijo sobre todo en las fotografías, intentando averiguar y recordar quién es cada uno de los que aparecen en ellas. La sorpresa no se hace esperar; leo el principio de un breve relato sobre Anguciana y el viaje a Perú un 6 de Enero de 1.963. Esta fecha forma parte de mi historia y quien la cuenta fue compañero de viaje y de fatigas: Juan Moya. ¡Cuántos recuerdos¡ Juan, vecino de celda en Ocopa, andaluz de pro, con ese gracejo que le caracterizaba, que le hacía y le hará único e irrepetible entre tanto castellano seco y llano como éramos los demás, proclamaba su andalucismo y a su pueblo de la provincia de Córdoba: soy de Cabra del Santo Cristo. Se le daba muy bien rebautizar los nombres de algunos pueblos; muy recordado y querido por todos era mi particular amigo Bienvenido Uzquiza Fernández (q.e.p.d.). “Bienve” era de un pueblo de la provincia de Burgos, cercano a Cerezo de Río Tirón y Belorado, de nombre Fresno de Rio Tirón; pero el amigo Moya decía con cierto tronío “Frenillo del Tío Tirón”.
Continuando con el relato, diría que el paso previo al gran salto hacia el Perú, para tomar impulso, se produjo el día de mi incorporación al Colegio de Anguciana, tras las fiestas de San Miguel (29 de Septiembre), en los primeros días del mes de Octubre de 1.959, siendo apenas un niño, puesto que contaba con solo 11 años. La estancia en el Colegio, que duró algo más de tres años, solo era interrumpida por las vacaciones de verano; ese breve pero necesario contacto, hacía posible recuperar los contactos familiares y el calor del hogar que tanto echábamos en falta. Creo que la ausencia de nuestros padres y seres queridos nos obligó a madurar antes de tiempo, a pasar de niños a adultos, puesto que nos saltamos una etapa crucial de nuestro desarrollo integral: la juventud. Por eso cuando comento esta etapa de mi vida con mis padres, hermanos y sobre todo con mi mujer e hijos, siempre he recalcado que nosotros convivíamos con y en una “gran familia”: los teníamos siempre a nuestro lado, los compañeros eran más que amigos y…aunque muchos hemos formado una familia, siguen siendo nuestros amigos preferidos.

Decía en el párrafo anterior que el primer paso camino del Perú lo dí pasando de mi pueblo a otro pueblo: Anguciana. Pero llegar a un Perú, para mí lejano, desconocido, inalcanzable…era una hazaña que solo los conquistadores, por su carácter y afán de aventura, fueron capaces de lograr.

Llegó el gran día, un día muy importante para cada uno de nosotros, puesto que dejábamos en España un plan de vida, una familia que cuidaba de nosotros y unos compañeros con los que esperábamos reencontrarnos al otro lado del mundo. Es un 6 de Enero de 1.963. Madrugamos y casi a la chita callando, procurando no despertar a los demás colegiales, salimos de Anguciana, antes del amanecer, con dirección a Santander. Es una fría pero apacible mañana de invierno. Los detalles del viaje, hora de salida, los preparativos, la despedida del Colegio…se pierden en el tiempo. Creo que conducía el vehículo en el que viajábamos, posiblemente un Land Robert, el P. Pedro Cubillo, experto en el oficio. Tras la llegada a Santander, nos dirigimos a una iglesia cercana al puerto, donde ofició la misa el P. Pedro Fernández; recuerdo este acto entre el silencio del amanecer, el recogimiento, la reflexión y una sensación de tristeza, como una despedida algo traumática: abandonábamos “nuestro mundo” (padres, hermanos, familia, el pueblo, nuestro Colegio…), para dirigirnos a un “mundo nuevo” que desconocíamos. Hago estas reflexiones mientras se oculta el sol, una tarde del mes de Julio, a trescientos metros de mi casa, en la margen derecha del río Vena, ajardinada, 25 grados de temperatura, sentado en un banco con la bici al lado, tras visitar y cuidar de mi madre, y la nostalgia se apodera de mí. Tenía l4 años, ahora 47 más. ¡Cómo pasa la vida¡

Como un paréntesis en mi narración, quiero recordar a un amigo y compañero del colegio, que para mí siempre fue especial: Bienvenido Uzquiza Fernández; con él tuvimos la suerte de convivir y compartir muchas cosas durante ocho años y medio, primero en Anguciana y luego en Callao, Lima, Arequipa y Ocopa. En la Navidad del año 2.006 nos dejó…Este es mi homenaje a todos los compañeros fallecidos, que esperamos hayan pasado a una vida mejor, y a Bienve en particular: atento con todos, sencillo y noble, trabajador, a veces dicharachero y otras tímido, con esa voz quebrada que le hacía difícil el canto; era listo y culto, pero sobre todo una excelente persona. Bienve, tu familia tiene que estar muy orgullosa de ti; y nosotros, de ser amigos tuyos. Hasta siempre…

Las primeras horas de la mañana de aquel día habían transcurrido entre el viaje a Santander y la misa. Llegó la hora de embarcar y nos acercamos al embarcadero, pero el barco no había atracado en el puerto, sino que había echado el ancla unos cuantos metros mar adentro. Alrededor del medio día tomamos una barca de pasajeros que nos llevó hasta el buque inglés Reina del Mar, al que subimos por la escalera de embarque situada en el lado de estribor y en el que poco a poco nos fuimos acomodando para iniciar nuestra particular aventura rumbo al Callao. Por suerte para mí, este lugar permanece intacto e inalterable y lo constituye una rampa de piedra que finaliza descendiendo hasta el nivel del agua; ese fue nuestro último contacto con tierra aquel, ya distante, 6 de Enero de 1.963. Hago un breve paréntesis para contar una noticia referida al Perú, que apareció en prensa ese mismo día: un golpe de estado por parte del general Odría, había echado abajo el gobierno democrático de Víctor Raul Haya de la Torre. Desde ese mismo sitio zarpan diariamente distintas embarcaciones de pasajeros que se dirigen a lugares próximos, como Pedreña, Somo, Loredo, etc. Me considero un admirador de Santander y de Cantabria en general y siempre que las circunstancias y el tiempo lo permiten me escapo hasta esas tierras; años ha, verano de 1.980, contaba con 32, el trabajo me acercaba temporalmente a esa ciudad y procuraba hacerlo coincidir con los meses de Julio o Agosto: era un placer pasear por el puerto y la bahía antes de entrar en la oficina.

En el Reina del Mar quedamos instalados en clase turística, que era la más económica y que estaba situada muy por debajo de primera y segunda clase. El camarote era muy reducido y por tanto carecía de lujos y espacios libres; de forma rectangular, se situaban a cada lado dos literas superpuestas, (por cierto, yo me caí de la de arriba una noche mientras dormía), en el medio un lavabo y a los pies de aquellas, dos pequeños armarios. Un ojo de buey, de reducidas dimensiones, situado casi a nivel del mar, era el único contacto con el exterior. Para el acceso a cubierta desde el camarote o el regreso al mismo, había que andar por estrechos pasillos y recorrer las empinadas escaleras, algo así como si nuestra estancia se situara al final de un laberinto. Han pasado muchos años y el único documento gráfico que conservo del barco es una foto-postal con la indicación: The Pacific Steam Navigation Company – s.s. Reina del Mar (20.234 tons). Las estancias que aún recuerdo son sobre todo el Salón del Té, decorado con cierto aire burgués, mesas redondas y sillas de estilo y además un piano; aquel lugar era un remanso de paz y para los ingleses de aquella época, la hora del té era un rito que cumplían puntualmente: a las 16,30, y mientras tomaban su té con leche, conversaban pausadamente, y no se oía una palabra más alta que otra. Pero…hay un piano; el Padre Perico acudía de vez en cuando, y no precisamente para tomarse un té, más bien para tocar las teclas y de paso “tocar las narices” a aquellos turistas ingleses, muchos de ellos ya venerables ancianos. Para nosotros, muy jóvenes, el mejor lugar de esparcimiento lo constituían sobre todo la cubierta del barco cercana a la zona de proa, donde jugábamos con unos aros de esparto o material similar, que se lanzaban desde una determinada distancia y debían encajar en un dispositivo colocado al efecto; pero sobre todo, conforme nos acercábamos a los países tropicales, la piscina, situada también en cubierta, era la distracción favorita. Las lujosas tiendas de primera clase, con sus escaparates, también atraían nuestra atención.



















Todos nosotros éramos ya viejos amigos, no por la edad, porque estábamos en torno a los 14 años, sino porque llevábamos más de tres cursos compartiendo vida y amistad; 
Juan Moya, algo mayor que nosotros, que había llegado a Anguciana  unos meses antes de iniciar el viaje, se incorporó al grupo. En total éramos siete; me sirvo de una foto que nos sacaron al borde del pasillo de la planta baja del recién estrenado Colegio Seráfico del Callao, nada más llegar de España, para nombrar a cada uno: 
  • Miguel Miguel, 
  • Victoriano Cubillo,
  • Juan Moya, 
  •  Rafael Ibeas (fila de arriba-izquierda a derecha), 
  • Bienvenido Uzquiza, 
  • Antonio Sanz  
  • Policarpo Bernal (fila de abajo).
Como responsable nos acompañó el P. Pedro Fernández. Todos somos de distintos pueblos de la provincia de Burgos: Puentedura, Santa Cruz de Juarros, Ibeas de Juarros, Fresno de Río Tirón, Puentedura y Sotrajero (Juan Moya, de Cabra del Santo Cristo, Córdoba).

Con todos los pasajeros a bordo y cada uno de nosotros en su respectivo camarote, el Reina del Mar inició el viaje rumbo al puerto de Vigo; me queda en el recuerdo de aquel año de 1.963 una ciudad hermosa y un paisaje maravilloso al pie del mar. El barco permaneció amarrado uno o dos días, suficientes para visitar el lugar y tomar fuerzas, ya que la travesía por el Atlántico se prolongaría varios días y recorrería muchas millas sin tocar puerto; gastamos en Vigo las pocas pesetas que teníamos (mi padre le había dado al P.”Perico” 25 pesetas para mí, llevándoselas hasta su pueblo, Rioseras; yo le acompañé para conocer al Padre, montando los dos en la misma bicicleta; parece un hecho curioso, pero en aquellos tiempos de escasez, era un medio de locomoción algo habitual, muy económico, no demasiado rápido, pero en muchos casos era el único medio disponible) Ya vamos camino de América. Surcando el océano Atlántico y rozando las Islas Azores, tuvimos que soportar grandes olas que llegaban hasta la cubierta del barco e impedían que disfrutáramos del viaje, el aire y la brisa del mar; el oleaje provocaba inestabilidad en el barco, hacía imposible acceder a la parte superior, nos obligaba a permanecer encerrados en el camarote y lo peor es que muchísimos pasajeros se pasaron días enteros mareados y sin poder probar bocado; los vómitos eran una constante acompañados de malestar general. Por suerte para mí, el mareo no me afectó y a pesar de estar prohibido subir a cubierta, desde la escalera de acceso veía cómo las grandes olas rompían, rebasando la borda del barco. El movimiento del barco hacía difícil incluso los desplazamientos por el interior cuando teníamos que trasladarnos desde o hacia el camarote. Muchos de mis compañeros las pasaron canutas y más de uno se acordará.

No obstante todos esos inconvenientes, que duraron cinco o seis días, para nosotros y para mí en particular, el viaje se estaba convirtiendo en un auténtico placer. Unos días antes de embarcar, encontrándome de vacaciones en la casa del pueblo con mis padres, mi salud y mi estado físico no eran demasiado preocupantes, pero me habían brotado en la cara y en las rodillas unas “pupas” (postillas) que me hacían parecer un poco enclenque. Sin embargo, recuerdo con certeza, que tras unos pocos días a bordo, me habían desaparecido y cicatrizado perfectamente todas esas heridas.

Proseguimos por el Atlántico en dirección a la Cuba de Fidel Castro, gobernada por él, después de haber triunfado con su revolución en el año 1.959. Relacionado con este hecho, cinco o seis años después, estudiando magisterio en la Escuela Normal San Juan Bautista de la Salle, de los Hnos. Maristas, Arequipa, barrio de Porongoche, pudimos comprobar cómo circulaba con cierto secretismo entre los alumnos de dicha Escuela, lo que llamaban el “diario del Che Guevara”, gran valedor de Castro ante los pueblos de América Latina, escrito en un librito de tamaño reducido, donde dicen que contaba sus andanzas y peripecias por la selva de Bolivia y Perú.

La ruta prevista por nuestro barco era atracar en la Habana y ciertamente nos hubiera ilusionado hacer esa parada, pero estábamos en Enero de 1.963; Fidel Castro había impuesto “su ley” en 1.959, y era imposible que un barco perteneciente a un país capitalista, el Reino Unido, amigo además de Estados Unidos, tocara tierra cubana. Sí vimos a lo lejos la costa de la isla de Cuba, pero el rumbo y la proa de nuestro barco se orientaban hacia la península de Florida (EE.UU.). Llegar a Florida, para todos nosotros, fue un verdadero descubrimiento, el descubrimiento de un mundo nuevo. Para unos muchachos que apenas habíamos salido del pueblo y de repente nos vimos inmersos en la vorágine de una ciudad “nueva”, porque no se veía ni una sola casa antigua, con grandes y altísimos edificios, calles largas, gente de color…casas al borde del mar, yates con televisión,…el desembarco constituyó una novedad impresionante. El recibimiento fue apoteósico y muy cálido a la vez; después de tantos años, la mayor parte de los detalles han pasado al olvido, pero aquel momento, cuando descendíamos por la escalera del barco, lo recuerdo perfectamente: una señorita, muy agradable, nos recibía con una sonrisa y nos obsequiaba con un vaso de zumo de naranja.

Otra novedad, que quizás fuera la más importante, fue toparnos con gente de “color”, pues por aquella época por nuestra edad y mentalidad, pensábamos que negros solo había en Africa y acaso también en otras partes del mundo, pero no los habíamos visto con nuestros propios ojos. Como anécdota que apuntar, la que tuvo lugar nada más pisar tierra; sucedió que observamos una máquina expendedora de refrescos, cercana a un edificio en construcción, pero para su funcionamiento era preciso introducir monedas de dólar; lo intentamos una y otra vez con los escasos ahorros que había en nuestros bolsillos, sin conseguir un solo envase; menos mal que unos obreros, seguramente con mayor poder adquisitivo que nosotros, cercanos al lugar, al observar la escena, tomaron monedas de su propia cartera y ofrecieron coca cola para todos. Como de costumbre, aprovechamos la estancia en puerto para visitar los lugares próximos, pero sin alejarnos demasiado, ya que los desplazamientos se hacían a pié; obviamente no contábamos con medios y tampoco con dinero para poder pagar un taxi, aunque sí hubo un pequeño grupo, entre los que no me encontraba yo, que acompañados por el P.”Perico”, tomaron uno que les permitió visitar la ciudad de Miami. A su regreso pudimos admirar “de forma imaginaria” las maravillas de esa gran ciudad por boca de nuestros colegas.

Tras la escala en Florida, el viaje se hizo cada vez más ameno y entretenido, sobre todo porque las distancias entre uno y otro puerto, iban siendo menores, disfrutábamos de un clima tropical y navegábamos por aguas del Caribe.

La vida en el barco, hasta hacía pocos días, había sido un poco monótona, porque se sucedieron muchos días seguidos sin ver y tocar tierra. Las comidas, como el barco, eran típicamente inglesas, al igual que sus costumbres; pero ahí estaba el padre “Perico”, para amenizar las veladas del té, en el salón preparado al efecto, a las cuatro de la tarde; un ritual con el que todos los pasajeros ingleses cumplían escrupulosamente, y lo hacían de forma reposada y casi en silencio. Sin embargo, la navidad, para nosotros todavía estaba viva y como el Padre no se cortaba un pelo, allá se presentaba; en el Salón del Té, se sentaba al piano y a cantar el villancico “María, María, ven acá corriendo…”. Me imagino, lo que pensarían, aquellas señoras y señores, tomando el té pausadamente, teniendo que soportar a un “chiflado” que canturreaba sin parar y al que no entendían una sola palabra.

ISLA DE JAMICA-KINGSTON
La llegada al puerto de Kingston, seguramente nos impactó todavía más que poner pié en tierra por primera vez en America, Florida, EEUU. La entrada en puerto se produjo en medio del bullicio de la gente nativa, que intentaba rodear el barco, y si se les permitiera, lo abordarían por completo. Yo mismo echo la vista atrás, me sitúo en enero de 1963, cubierta del barco, y contemplo un espectáculo inolvidable. Jóvenes y hasta niños, trepaban como monos por las amarras que sujetaban el barco, pidiendo que echáramos monedas al agua, lanzándose a por ellas como unos auténticos camicaces. La gente llamaba especialmente la atención por su tez morena y marcados rasgos africanos; y era evidente que no disfrutaban de un nivel de vida nada boyante, era gente muy pobre y necesitada, mal vestida, hambrienta…,pero libres y alegres en medio de su miseria.

CURACAO
El recuerdo me traslada a esta isla caribeña, en aquellos tiempos quizás colonia holandesa, a una mañana clara, una temperatura suave, una ciudad nueva y unos cuantos depósitos de petróleo. Este último detalle, es el que más claro lo tengo.

PUERTO DE LA GUAIRA Y CARACAS
Como otros, yo también tenía un tío en América, en Caracas, se llamaba Pedro Colina. Durante mi estancia en Perú, nos carteábamos con mucha frecuencia y tras mi vuelta a España, seguimos haciéndolo hasta que falleció en 1995.
La estancia en ambas ciudades, duró un día o poco más; la Guaira, era por aquel entonces un conglomerado de chabolas, que se extendía por una montaña sin ningún tipo de vegetación. A unos pocos kilómetros se situaba la gran ciudad, Caracas. Con el tiempo justo, mi tío Pedro me recogió nada mas desembarcar, me llevó a comer a su casa en compañía de su mujer e hijo, José Luis, y vuelta al barco.


CANAL DE PANAMÁ
Todo el viaje constituyó una novedad. Quedan muchos detalles que hemos olvidado, hay todavía muchos que recordamos, pero nuestro gran descubrimiento fue no sólo llegar a Panamá. Fue sobre todo verlo, atravesarlo, palparlo…con todos los sentidos, sobre todo con el semblante y la mirada inocente de unos jovenzuelos abiertos, expectantes, inquietos.

Cada puerto que tocábamos, siempre era un lugar y una ciudad, que visitábamos durante el tiempo que nuestro barco permanecía atracado. Al contrario que otros viajeros, la mayoría turistas ingleses, que veían los alrededores y ciudades próximas, nosotros permanecíamos en el lugar. Era evidente que carecíamos de medios para poder ampliar nuestro recorrido, pero no por eso dejamos de disfrutar en cada puerto: todo era novedoso y divertido para nosotros, era nuestro “primer crucero”, nuestro primer viaje por mar; nos considerábamos unos pequeños descubridores y sobre todo unos privilegiados por haber tenido la oportunidad de hacer un viaje tan fabuloso…Mientras describo y cuento estas sensaciones, me acompaña la música de J.S.Bach, que me anima y ayuda a recordar lo que para nosotros constituyó una auténtica epopeya: que era atravesar una estrecha franja de tierra a través de un canal, el Canal de Panamá, y reflexionar sobre aquellas vivencias y aquel maravilloso paisaje que envolvía las márgenes de aquel brazo de mar que hacía posible el paso de un océano a otro, el Atlántico y el Pacífico.

Llegamos a Panamá desembarcando en el Puerto de Colón, que es punto de partida para cualquier barco que quiera atravesar el istmo en busca del Océano Pacífico. Situado en el Mar Caribe, registra un importante tráfico de barcos, de personas y mercancías.

En Colón, además de visitar el puerto y la ciudad, nos dimos un pequeño capricho: a iniciativa del P. Perico, montamos en un autobús, que allí llamaban con el sobrenombre de “chiva”, y nos desplazamos hasta la capital: Ciudad de Panamá. Visitamos la ciudad y creo que en algún caso particular alguien pudo permitirse algún lujo gastronómico o de otro tipo. Durante la parada y estancia en dicho puerto, que se prolongó un par de días, como de costumbre la tripulación aprovechó para efectuar labores de mantenimiento del barco, como engrasar y pintar (esto último es lo que más recuerdo, incluso navegando en alta mar), así como aprovisionamiento de víveres. Tras este paréntesis, se inició la travesía del canal.

Bajo un sol tropical, el barco zarpó rumbo a las costas de Colombia, Ecuador y Perú a través del Canal, como si trazáramos un largo surco en busca del Pacífico, pero valiéndonos de las “esclusas” para avanzar en dirección al gran Océano. Durante las primeras horas, la curiosidad nos mantuvo alerta sobre cubierta, a pesar del intenso calor y la humedad. Recuerdo los primeros instantes como un vaiven de babor a estribor, desplazándonos de uno a otro lado del barco, intentando captar todo cuanto acontecía en nuestro entorno; recuerdo sobre todo, las horas del mediodía, de pie, bajo un sol abrasador; el movimiento lento y constante del barco surcando el Canal, la apertura y cierre de cada esclusa, para pasar a la siguiente, el larguísimo trayecto sobre el río y el lago Gatún, la arboleda y bosque en las márgenes como en una aventura en plena naturaleza. Parecía que el ancho del río no iba a ser suficiente para que la mole flotante de más de 20.000,- T.M. pudiera navegar sobre sus aguas sin tocar en la orilla. Mientras tanto la selva se ofrecía a nuestra vista, plena, extensa, verde e infinita como el Océano Pacífico, nuestro destino.

Finalmente alcanzamos las costas del inmenso Océano. El mar, al contrario que en el Atlántico, estaba tranquilo, algunos delfines se perfilaban delante de proa como si quisieran marcarnos el camino, y de vez en cuando los peces voladores aparecían fugazmente levantando el vuelo para sumergirse de inmediato. Todavía quedaban unas cuantas millas antes de llegar a las costas del Perú, pero en este momento no sabría precisar cuántos días pasaron hasta llegar al Callao. Si la memoria no me falla, el viaje de inicio a fin duró 26 días, incluídos los que permanecimos en puerto; que me corrijan mis compañeros de viaje si me equivoco.


Transcurrían los días de forma pausada y navegábamos tranquilamente por el Océano Pacífico. El tiempo era apacible, eran momentos de gran relajación, días de descanso, de imaginación, de reflexión, pero sobre todo…de recuerdos…Éramos todavía unos niños debiluchos, frágiles, inexpertos, que nos habían arrancado de nuestro pueblo y desprovisto de nuestras raíces; yo apenas tenía 14 años y los otros siete, salvo Juan Moya, eran de la misma edad. Aquel viaje nos marcó la vida, nos transportó a un mundo desconocido; según avanzábamos, más lejos quedaba nuestro pasado, nuestros padres, hermanos, el frío y crudo invierno de nuestro pueblo, don José, el maestro, don Anastasio Valpuesta, el cura, alto y con bonete, a quien había que besar la mano cada vez que te cruzabas con él, más “recto” e imponente que un rascacielos.

PASO DEL ECUADOR
Era una costumbre muy tradicional del barco en que viajábamos, el Reina del Mar, que al paso de la línea ecuatorial, paso del ecuador, se celebrara con una gran fiesta. En efecto, habíamos navegado hasta ese paralelo y tal como estaba previsto, se convocó a todos los pasajeros en cubierta, en torno a la piscina; quienes conocían y sabían lo que significaba tal acontecimiento, pronto de proveyeron de la indumentaria adecuada: el bañador. Pero a algunos, como nosotros, unos “pardillos” recién salidos del cascarón, nos pillaron en fuera de juego. No tardamos en ponernos los pantalones cortos, dispuestos a participar en la “refriega”.

La Fiesta del Paso del Ecuador era un bautismo de mar para los que pasábamos por primera vez el Ecuador. Los recuerdos que tengo no son muy precisos, pero me queda la imagen del jolgorio, las risas y el griterío de los pasajeros. Algún oficial o el capitán, disfrazados de Neptuno, el dios del mar, “bautizaba” a cada uno de los novatos que traspasábamos la línea ecuatorial; el rito se llevaba a cabo impregnando a cada persona con agua coloreada con lo que serían jugos de frutas tropicales; el zambullido posterior en la piscina, completaba la ceremonia.

PERU A LA VISTA
Tras cruzar el Ecuador, proseguimos el viaje hacia la costa norte del Perú, apareciendo a primera vista y muy a lo lejos, lo que sería el departamento de Tumbes, justo en el límite con Ecuador. Antes habíamos navegado por aguas de Colombia, pero no recuerdo ningún desembarco en puertos de ese país. Han pasado muchos años, 47 exactamente, los que han transcurrido tras aquel lejano 6 de Enero de 1.963, ya no tengo frescos los acontecimientos que se sucedieron a lo largo y ancho de aquel “crucero” y encuentro alguna “laguna” en el trayecto final. De igual modo, en un párrafo anterior, refería yo mismo los 26 días que había durado la travesía marítima, pero el P. Heras en sus recientes “Crónicas Franciscanas de Viaje” (Lima 2.004), menciona el 29 de Enero de 1.963, como fecha de nuestro desembarco en Callao. Por tanto, si nos hacíamos a la mar un 6 de Enero de 1.963 (de esta fecha sí estoy seguro), zarpando desde Santander, y llegamos el 29, habían pasado 23 días.

Cuando llegamos al puerto del Callao y al Colegio, apenas éramos unos adolescentes, la mayoría en torno a los 14 años o a punto de cumplir los l5, como era mi caso (el día 5 de Marzo). Por más que lo intento, no puedo recordar el momento del encuentro con los nuevos compañeros, sé que fuimos bienvenidos y que nos hicieron un gran recibimiento. A partir de aquel 29 de Enero del año 1.963, nuestra vida, mi vida y la de los otros seis compañeros, siguió el rumbo que nos habíamos marcado aquél lejano día en el que nos incorporamos al Colegio de Anguciana, del año 1.959.

No quiero finalizar este relato sin dejar constancia de aquel gran “paso”, que para mí constituyó el hecho de pisar tierra peruana, de llegar a un país tan lejano que ni soñando había pensado alcanzar…Constituyó un cambio transcendental que ha marcado toda mi vida. Atrás quedaba un niño-adolescente.

Siguieron tres años cruciales en el Callao, echando en falta el cariño y el calor de mi familia, intentando compensar esta ausencia con la amistad de los compañeros. Tras este período de adaptación, en plena juventud, (18 años), se presentó el “noviciado”, en el Convento de los Descalzos, de Lima; fue un año difícil en todos los sentidos, pues estuvo marcado por unas normas muy severas y restrictivas. Dejamos el convento de Lima para trasladarnos a la ciudad de Arequipa, convento de La Recoleta; fueron tres años que yo recuerdo como de “expansión” y una cierta realización personal, ya que pudimos compaginar los estudios de Filosofía con los de la escuela de Magisterio, en el barrio de Porongoche, regentada por los Hnos. de San Juan Bautista de la Salle. El siguiente paso fue hasta el Convento de Ocopa, con una estancia de año y medio, que sirvió para consolidar mi personalidad, haciéndome capaz de tomar algunas decisiones; aquel recóndito lugar, apartado de la gran ciudad, y el contacto con el campo y la naturaleza, lejos de cansarme, se convirtieron en mi distracción favorita. De Ocopa teníamos referencias siendo mucho más jóvenes, cuando estudiábamos en el Callao, tras disfrutar las vacaciones durante dos cursos en el Convento; aquellas estancias facilitaron mi adaptación posterior y por eso conservo grandes recuerdos y relaciones de amistad con aquellos “coristas” que, al ser nosotros unos chavales, se convirtieron en nuestros más admirados y sabios maestros de la cultura y la educación. Con el paso de los años, ese vínculo se ha consolidado y aumentado y es una realidad.

A punto de concluir lo que en mi ordenador había apuntado como una crónica, pero que más bien se ha convertido un poco, en un viaje imaginario a la niñez, la adolescencia y la juventud, no puedo dejar de mencionar, recordar y homenajear a todos los que me acompañaron, hicieron conmigo el camino, me ayudaron, me consolaron, me acogieron, orientaron…Hoy es el día en el que sigue latente y viva aquella relación de amistad; incluso en algunos casos, por razones de proximidad, el trato es habitual, frecuente. Paco, Antonio, Eliseo, Miguel, Elías, Víctor, Vicente, Juan, Policarpo, Fermín, Adolfo…y todos los demás, amigos para siempre. Y mucho más cerca de mí, porque siempre están de mi parte y a mi lado, porque me quieren y me escuchan más que nadie, mis tres reyes de la casa: Merche, Ana y Edu.

1 comentario:

Carlos Llorente dijo...

Mi querido amigo "Rafaelito", yo soy " Carlitos " de Ibeas, recuerdas?

El que estuvo en Anguciana un año fantástico, jugando al frontón, en la piscina, en la huerta, aprendiendo a tocar el armonium y estudiando con avidez esa historia del Perú y todo lo que en aquel momento me había propuesto para ese nuevo camino que habíamos decidido emprender juntos...aquella mañana al encontrarnos con el Franciscano.

El que no pudo hacer contigo este viaje tan deseado y soñado por mi, rumbo al Perú, pues otras manos y miedos de personas queridas (como la de mi madre), tiraron del cordón humbilical y me cambiaron ese rumbo que yo deseaba tanto y había elegido.

¡Qué fantástico Rafael , al fin te encuentro...( ya te contaré...) Hoy me he llevado una de mis mas grandes sorpresas y alegría cuando mi hermano Enrique me ha hablado de que te encontró en el autobus de Burgos que el conduce.

Ahora me has hecho revivir, tantos hermosos sentimientos, al contar en este blogg, ese viaje a las Américas que no pude hacer con vosotros.
Rafael, GRACIAS! por haber encontrado tu pista y también por narrar "para mi" ese viaje... no me he perdido ninguna de tus palabras.
Como tengo tanto que compartir te dejo mi mail...carlosllorente22@gmail.com y asi nos encontramos.