Viaje a Perú, 1968
- Tomás Martín de la Calle
- Gaspar Cerezo Barriuso
- Pedro Ruiz González
- José L. Estalayo
- Teodoro Bustamante Mediavilla
- Nicasio Polanco Pérez.
- Conrado Navarro Navarro.
Terminado el 5to año de secundaria estábamos listos para
ir a Perú, pero no sin antes despedirnos de nuestra familia, amigos y amigas. Todavía tuve la
oportunidad de ir a Polentinos, caminando desde mi pueblo, (unos 8 kilómetros
de ida y otros tantos de vuelta), estos últimos a altas horas de la
mañana. Íbamos todos juntos, mozos y
mozas y como la vida en aquellos tiempos era bastante sana, regresábamos
cantando, contando chistes y haciendo bromas.
Y, claro está, dentro de las amistades siempre había alguna que te
atraía más, con la que te carteabas de vez en cuando, la que te guiñaba el ojo
y a la que tu le correspondías, la que te dolía más dejar y en este caso para
siempre. Recuerdo aquellos momentos de despedida, la hora del día, el lugar
exacto, las pocas palabras, la
incertidumbre del futuro, el paisaje del
contorno, el olor de la tarde, las tonalidades del cielo. Pero la decisión
estaba tomada y había que partir.
A Barcelona nos llevó el P.
Remigio, aquel que nos enseñaba “ejercicios físicos” o gimnasia. Poco recuerdo
de aquella corta estadía. Llegamos a la ciudad condal y nos quedamos a dormir
en un colegio de religiosas aprovechando que el dormitorio estaba vacío por ser
tiempo de vacaciones. Fuimos a
Monjuic y al Tibidabo. Recuerdo que, en
esta última montaña donde había juegos mecánicos, se encontraba una máquina en
la que metías dinero y te pronosticaba el futuro, mostrando una caricatura de cómo serías a los 50 años. A mi me salió un hombre gordo, panzón, despachando pescado con un
mandil blanco lleno de manchas.
Una vez en el barco, y surcando
las aguas del Mediterráneo, nos pareció estar en el paraíso. El buque tenía de
todo: piscina, sala de cine, baile, sala de conciertos, juegos por todas
partes, ping pong, tiro al blanco, bingo, etc. Nos acercamos a comer el primer día y la comida estaba tan
exquisita que parecía un banquete. No faltó quien, al vernos comer con tanta
fruición y escuchar tantos elogios y expresiones favorables de los
alimentos, nos dijo: “ya me diréis de
aquí a unos cuantos días!”. Y se lo
dijimos ya que la comida podría resumirse en una palabra: pasta. Pasta todos
los días, bien en forma de macarrones, tallarines, espaguetis, pizza (que no me gustó y ahora me
encanta), sopa de estrella, sopa de
fideos, pasta, pasta, pasta... Los camareros eran italianos y pronto aprendimos
algunas palabras como mangiare y expresiones como non capisco y otras mas, además de jugar con ellos a las damas y el ajedrez.
El viaje por el Mediterráneo fue
fascinante hasta para mí. Veíamos cómo los delfines jugueteaban con las olas que producía nuestro
enorme transatlántico. Contemplábamos
los atardeceres arrebolados. Nos asoleábamos en la piscina, bailábamos…
Todo cambió al atravesar el
estrecho de Gibraltar. Entre el
movimiento del barco y el olor del camarote me agarró un mareo que no me
abandonó hasta llegar al final.
Fue en Las Canarias,
concretamente en Santa Cruz de Tenerife, donde hicimos nuestra primera parada. Yo
llevaba algún dinero en el bolsillo y ya tenía, por lo visto, la afición a la fotografía. Compré una cámara
en una tienda por haberla encontrado más barata que en la que habíamos
preguntado antes. Luego supimos que se trataba de la misma tienda que tenía la
entrada por dos calles distintas.
Lo digo o no lo digo. Pues sí lo
diré. Gastado el primer rollo de 36 fotos, no pude aguantar la curiosidad de
saber cómo habían salido por lo que, estando cerca de La Guaira, Venezuela, donde hicimos nuestra segunda parada después
de 10 días de no ver tierra, saqué el rollo y procedí a imitar a la Piedad, una
muy buena fotógrafa de Cervera de Pisuerga, quien nos enseñaba los rollos para
que eligiéramos la foto que deseábamos imprimir en papel. Extendí, pues, el
rollo a plena luz y se esfumaron como la espuma tantos recuerdos e instantáneas
que hubieran sido la delicia de propios y extraños con el pasar de los años. Puse otro rollo que, afortunadamente llevaba conmigo, y por suerte conservo alguna foto como la que se puede ver abajo, pocas, muy pocas, quizás las únicas
tomadas en uno de estos viajes camino de Perú.
Cuando llevábamos 5 días de ver
solo agua y faltándonos otros 5 para llegar al puerto de la Guaira, de pronto
la gente en el barco comenzó a movilizarse de un lado para otro, sonreían y
llevaban una botella en la mano. En las señoras de más edad se notaba una cara de curiosidad, y se acercaban con ilusión al pretil de la cubierta para ver y actuar en el espectácjulo. No sé si se habían puesto de acuerdo, si era
una costumbre consuetudinaria y ancestral,
si era gente que había hecho muchas veces ese viaje, no sé, pero se respiraba
un ambiente de fiesta, de curiosidad y de misterio. Parecía una tontería pero
es que estaban metiendo mensajes dentro de las botellas y luego las arrojaban
al océano. Algún día alcanzarían las costas de algún país, y a través del
mensaje, sabrían que existió alguien que se inmortalizó por medio de unas
letras.
En Venezuela, el P. Gregorio Guereñu, rentó un coche que nos
llevó hasta Caracas. La carretera era
muy buena, parecía autopista. Llegamos a
comer a un típico restaurante donde nos sentamos en un mostrador muy
alargado. Pedíamos un plano y el camarero pegaba un grito y repetía lo que le
habíamos dicho para que lo oyera el cocinero y comenzara la elaboración del
plato. Se ve que hacían buena comida porque estaba a reventar. Por esos días llegó la noticia de que en Perú
acababa de haber un golpe de estado y que probablemente no nos dejarían
desembarcar, teniendo que alargar
nuestro viaje hasta Chile. Menos mal que no fue así.
De La Guaira nos fuimos a Curacao
según nos dijeron para repostar nuestro medio de transporte ya que aquí era más
barato el combustible. Me llamó la
atención un largo puente que estaba
hecho de lanchas. Nos tocó verlo abrirse y era todo un espectáculo. En lugar de transportar el enorme pueste de un lugar a otro, se hacía girar sobre un eje.
En Cartagena también dimos una
vuelta en un taxi que nos llevó a ver las murallas del siglo XVI. Lo curioso es
que una vez junto a ellas, en vez de ir
bordeándolas, el chofer se subió por una
rampla bastante empinada hasta la parte
superior desde donde apreciábamos un panorama hermoso y extenso.
Aunque en España no se vivía opíparamente, aquí fue donde palpé por
primera vez la pobreza extrema y sangrante.
La última parada del océano
Atlántico fue en Colón. Allí quisimos conocer el puerto caminando, pero
llegamos a un sitio donde un policía nos dijo amablemente que no deberíamos
pasar. Nosotros lo veíamos todo muy
fácil y decidimos seguir adelante pero ante las palabras del policía “a partir
de aquí no tienen protección policíaca”, nos regresamos.
En el barco viajaba una peruana
que al saber que nosotros llevábamos el mismo destino empezó a hablarnos de
cosas de su tierra entre ellas de una comida llamada "pachamanca". Recuerdo muy
bien que, quizás orientada por nuestros gestos al saber que se cocinaba bajo
tierra, nos repetía con inusitada insistencia este estribillo, “después de
lavarlo muy bien”. Por ejemplo nos
decía: “se calientan unas piedras o lajas, después de lavarlas muy bien…se mete
la carne dentro de hojas de plátano, después de lavarlas muy bien…”.
El paso del canal de Panamá fue
un descanso para el cuerpo y muy
regocijante para el alma. No había oleaje y el paisaje era encantador. Primero
había que subir hasta llegar al nivel del lago Gatún por medio de esclusas.
Entrabas en una de ellas que se iba llenando de agua elevando el buque primero
hasta el nivel de la siguiente esclusa. Una vez nivelado el agua, se abrían unas
enormes puertas y el buque era arrastrado
hasta la siguiente esclusa, y así
hasta igualar el nivel del lago. Y lo mismo en el otro lado hasta recobrar el nivel del océano Pacífico. Aquí se subieron unos jaraneros que nos hicieron vivir en carne propia lo que
es la alegría caribeña. Fue tal la
algarabía que armaron y tan frenéticos los bailes que tuvo que apersonarse el
capitán del barco ya que la fiesta estaba cruzando la raya de lo permitido.
Para alivio de todos se bajaron en San Buenaventura.
En Guayaquil, Ecuador, al ver
siete jóvenes caminando por la ciudad, nos confundieron con la selección de la
Universidad Católica de Chile que tenía partido de fútbol ese día. Ya en el
barco alguno del grupo compró una treintena
de plátanos completamente verdes a cambio de una cajetilla de cigarros o
dos. Subimos los plátanos con una cuerda y le tiramos la cajetilla. ¡Qué ganas
teníamos de saciarnos de plátanos!.
Nos dijeron que los pusiéramos en la ventana de buque y que en un periquete
iban a madurar. Pero nos quedamos con las ganas pues llegamos a Perú y estaban
tan verdes como el día de su compra.
Nos tocó cruzar el ecuador. Era
la hora de la comida. Yo prefería no comer con tal de no bajar al comedor, de
manera que me quedé sólo en la cubierta. Exactamente en el instante de cruzar
la línea del ecuador, el transatlántico hizo sonar su potente sirena.
No sé si a todos los pasajeros,
no lo creo porque éramos muchos, les permitieron entrar en la cabina de mando
del barco, pero nosotros sí tuvimos esa oportunidad. Ahí estaba el timón, la brújula,
la mesa de navegación... Con mucha amabilidad nos fueron explicando la función
de cada uno.
Nuestro camarote era muy pequeño
y tenía, si mal no recuerdo, 6 camas distribuidas en tres literas. El aire se
encontraba en malas condiciones, y el olor a lugar encerrado era la atmósfera con la que teníamos que convivir a diario. El P. Gregrorio, muy conocedor de
la juventud era muy comprensivo de nuestra situación de jóvenes y nos permitía
disfrutar de las alegrías sanas del viaje. En algunas ocasiones llegábamos a
dormir ya bien entrada la noche, con cuidado de no despertarlo. Seguramente que se enteraba de nuestra
presencia.
Para divertir a los pasajeros,
además de juegos de sobremesa, había
concursos, tiro al blanco, pero me llamó mucho la atención la afición al juego
del bingo con apuestas. Las apuestas no eran muy jugosas, pero sí atractivas. Se
usaba como moneda, la lira. No faltaban conciertos de música clásica, películas
de cine y si en el viaje iba algún artista, nos obsequiaba con una que otra sesión.
Al fin llegamos al puerto del
Callao. Los plátanos seguían verdes y se quedaron en el mismo lugar donde los
habíamos colocado. Fueron a recogernos y nos llevaron al Templo El Faro, que
por cierto, queda muy cerca del muelle.
Luego terminamos en el convento de Los Descalzos del Rímac, Lima, donde
pasamos nuestro primer año de estancia en Perú, entre charlas, oraciones,
recuerdos, cantos, nostalgia, ejercicios, vivencias, juegos, risas y llantos,
con muy escasa comunicación con la familia pues las cartas cuando no tardaban
en llegar un mes, lo hacían en tres.
Todavía dejamos muchos alumnos en Anguciana, pero los frutos no se consolidaron y nosotros conformamos el último grupo de jóvenes que viajó desde España al Perú, rompiéndose de esta forma, una larguísima racha de muchas generaciones de niños, adolescente y jóvenes, cuyas vocaciones brotaron en España y se consolidaron en la costa, sierra y montaña de Perú.
penatremaya@hotmail.com
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