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miércoles, 25 de enero de 2012

1962. Juán Ramón Moya.

Mis recuerdos de Anguciana y mí venida al Perú.
Por Juán Ramón Moya

Cuando se escribe con sencillez y elegancia, se lee con satisfacción y complacencia. La claridad siempre ha sido la cortesía de Juan Ramón. Cuando llegó a Anguciana allí estaba yo, recién llegado también y cursando primero de secundaria. A nosotros, quienes de alguna manera fuimos cuidados por él en el dormitorio chico, la impresión que nos dejó fue la de un hombre bueno, un hombre bueno que no sabía enrojarse, un joven amable, comprensivo, cariñoso y dulce. Además en este resumen le encontramos con una gran memoria para citarnos nombres, fechas y detalles que se me habían perdido en la inmensidad del tiempo.




Cuando el primero de noviembre de 1962, a eso de las dos de la tarde, toqué el timbre del Castillo de Anguciana,”Residencia de los Padres Franciscanos”, mi mente estaba llena de confusiones, pues no sabía a ciencia cierta si lo que estaba haciendo era lo más correcto. Me abrió la puerta un joven, le pregunté por el Padre Luís Blanco, esperé en la puerta y el Padre me recibió y me llevó al recibidor. Le dije que yo era el joven de Granada, Juan R. Moya Santoyo, que le había escrito varias veces solicitando ingresar en la Orden Franciscana, y que quería ser misionero en el Perú. Me hizo muchas preguntas, sobre todo eso de querer ir concretamente al Perú, ¿por qué no en España, en Marruecos o en Tierra Santa? Yo le di mis razones y al padre les parecieron muy buenas.

Me preguntó si había almorzado, como le dije que no, me llevó a la cocina y me sirvió de comer. Por el camino, desde la portería hasta la cocina, me encontré con los frailes que salían del comedor, de todos ellos los que más me llamaron la atención por su figura fueron tres: uno era bastante calvo y los pocos pelos que le quedaban en la cabeza los tenía muy revueltos, daba la sensación que nunca había pasado un peine por su cabeza, a otro lo noté bastante subidito de peso, con el cigarrillo en la boca (fumando) tenía el pecho y la barriga manchados con la ceniza que le caía del cigarrillo, a otro con el hábito un poco levantado, con vendas en las piernas y andaba con cierta dificultad.

Me llevó a la cocina, allí conocí a Fray Félix Elorza, con un hábito muy viejo y roto y con la capucha sobre la cabeza, debajo de la barbilla le había colocado un sujetador de ropa, decía que era para juntar los dos cantos y estar más abrigado, a Fray Antonio Rubio y a un joven de nombre Gabriel. No fue una impresión muy buena, y pensé que yo no duraría mucho en ese ambiente.

Luego de terminar el almuerzo, el Padre, me llevó a visitar el castillo y a señalarme mi habitación, Observe que había por allí unos chicos que con baldes de agua limpiaban los servicios higiénicos de los frailes (días después, ese sería mi trabajo). La habitación era sencilla, había una cama, una mesa y una silla y algún cuadro por allí colgado en la pared. Me entregó el libro de las Florecillas de san Francisco (no conocía ese libro) y me dijo que lo leyera para que aprendiera como era la vida y la obra de los franciscanos. Salió y cerró la puerta.

Yo saqué de mi maleta algunas cosas que iba a necesitar, sin más me puse a leer, conforme avanzaba en la lectura del libro me pareció estar escrito por un escritor poseedor de una gran fantasía amena, repleta de lirismo, algo irreal y que no parecía ser muy cierto lo que allí se había escrito.

Como en toda la tarde nadie me visitó ni me buscó, avancé bastante la lectura y, conforme iba avanzando, cada vez me convencía más de que aquel modo de vida no era para mí, pues lo encontraba todo muy riguroso y sentía temor de no cumplir bien; tampoco los frailes descritos en ese libro se parecían mucho a los que yo había conocido en Granada, pero sí a algunos de los que había visto salir esa tarde del comedor o en la cocina, pues estos tenían un aire más cercano a la miseria y pobreza con los personajes descritos en las Florecillas.

Antes del anochecer me buscó el mismo Padre Blanco, me llevó a la capilla del convento para rezar el rosario y recibir la bendición con el Santísimo, oficiaba el Padre Antonio López, me agradó su voz clara, cantarina y fuerte.

El templo del convento era funcional, no era de gran tamaño, ni artístico, ni antiguo, parecía que lo habían construido haría unos pocos años atrás, estaba lleno de niños (los seráficos), estaban bien colocados en las bancas, también había unas cuantas personas del pueblo, y a un frailecito entrado en años, sentado muy cerca del altar, luego supe que era el P. Francisco Urrózola, que gozaba de mucha veneración, estima y consideración entre los frailes. Me gustaron las canciones que cantaron los chicos, cantaron con entusiasmo y bien entonados.

Cuando todo terminó, los estudiantes salieron en dos filas, comenzando por los menores (de menor a mayor), de ahí pasaron al comedor y yo, a la cocina.

Terminada la cena, el Padre Blanco me presentó a los frailes de la Comunidad: P. Antonio López, P. Ángel Rojo, P. Felipe de Jesús Gil (de visita), P. Tomás Santos, P. Germán Pino, y un corista de la Provincia Franciscana de Granada. Faltaban algunos padres más que estaban ausentes: Pedro Cubillo, Narciso Chinchetru, Pedro Fernández y Ricardo Colina (estos dos últimos de vacaciones y visita). Estuve un rato hablando con ellos, se reían cuando yo les contesta en mi dialecto andaluz y por las palabras contestadas, había muchas que no entendían bien, querían oír mi forma de hablar andaluza y, terminada la conversación, nos retiramos a dormir.

Cuando llegué a mi cuarto, después de un viaje muy largo, no quise pensar mucho, solo quería descansar y dormir.

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